¿Amenazará el inminente “ascenso de los robots” todo el empleo humano? El análisis más completo para responder esta interrogante se puede encontrar en un artículo de 2015 del economista del MIT David H. Autor titulado ‘¿Por qué sigue habiendo tantos trabajos?’, que pondera el problema en el contexto de la paradoja de Polanyi.
Debido a que “podemos saber más de lo que podemos decir”, el filósofo del siglo XX Michael Polanyi observó que no deberíamos suponer que la tecnología puede llegar a reproducir la función del conocimiento humano. El hecho de que un computador pueda saber todo lo referente a un automóvil no significa que pueda conducirlo o repararlo, porque estas acciones transcurren en la imprevisibilidad del mundo, no en los espacios controlados para los cuales fueron diseñados los algoritmos.
Esta distinción entre conocimiento tácito e información va directamente a la pregunta de qué harán los seres humanos en el futuro para producir valor económico. Históricamente, las tareas realizadas por el ser humano corresponden a una de diez categorías generales. La primera y más básica es el uso del propio cuerpo para mover objetos físicos, seguida por el uso de los ojos y los dedos para crear bienes materiales discretos.
La tercera categoría consiste en llevar materiales a procesos de producción manejados por máquinas (es decir, servir como robot humano), lo cual es seguido por guiar las operaciones de una máquina (actuando como un microprocesador humano).
En la quinta y sexta categorías, uno se eleva de microprocesador a software, ejecutando tareas de recuento y control o facilitando la comunicación y el intercambio de información. En la séptima, uno pasa a escribir directamente el software, traduciendo las tareas a código. En la octava categoría se proporciona una conexión humana, mientras que en la novena uno actúa como animador, administrador o árbitro para otros seres humanos.
Máquinas a la cabeza
En los últimos 6.000 años, las tareas de la primera categoría han pasado gradualmente de los seres humanos a los animales de carga y, después, a las máquinas. En los últimos 300 años ha ocurrido lo mismo con las tareas de la segunda categoría, ejecutadas crecientemente por máquinas. En ambos casos, los empleos correspondientes a las categorías tres a seis (todos los que aumentaron el creciente poder de las máquinas) se volvieron mucho más prevalentes, y los salarios crecieron enormemente.
Pero desde entonces hemos desarrollado máquinas que realizan las tareas de las categorías tres y cuatro (en las que nos comportamos como robots y microprocesadores) mejor que los seres humanos, lo que explica el declive de la manufactura como proporción del empleo total en las economías avanzadas en las últimas dos generaciones, aunque se ha elevado su productividad.
En combinación con el excesivo celo antiinflacionario de las autoridades monetarias, esta tendencia es uno de los principales factores del reciente ascenso del neofascismo en Estados Unidos y otros países occidentales.
Peor todavía, hemos llegado al punto en que los robots también son mejores que los humanos en efectuar las tareas de ‘software’ en las categorías cinco y seis, en particular en lo referido al manejo de los flujos de información y, también hay que decirlo, de desinformación. Sin embargo, en las próximas generaciones este proceso de desarrollo tecnológico se irá completando, dejando apenas cuatro categorías exclusivas a los seres humanos: pensar críticamente, supervisar a otros seres humanos, proporcionar una conexión humana y traducir los caprichos humanos a un lenguaje que las máquinas puedan entender.
El problema es que muy pocos tienen el talento para producir genuino valor económico con su propia creatividad. Los ricos no pueden emplear una cantidad ilimitada de asistentes personales. Y ya son innecesarios muchos animadores, administradores y solucionadores de disputas. Eso nos deja la categoría ocho: mientras los sustentos estén vinculados al empleo remunerado, las perspectivas de mantener una sociedad de clase media dependerán de una inmensa demanda de conexión humana.
Aquí, la paradoja de Polanyi nos ayuda a sostener la esperanza. La tarea de proporcionar una ‘conexión humana’ no es solo inherentemente emocional y psicológica, sino que también exige el conocimiento tácito de circunstancias sociales y culturales imposibles de codificar en comandos concretos y rutinarios para su ejecución en computadores. Más aún, cada avance tecnológico crea nuevos dominios en los que importa el conocimiento tácito, incluso cuando se trata de interactuar con las nuevas tecnologías.
Adaptabilidad: la salvación
Como observa el autor, aunque los fabricantes de autos “emplean robots industriales para instalar los parabrisas... Las compañías de repuestos de parabrisas posventa emplean a técnicos, no a robots”. El caso es que “retirar un parabrisas roto, preparar el marco para un repuesto y ponérselo exige más adaptabilidad en tiempo real de la que cualquier robot contemporáneo puede lograr de manera eficaz en función de sus costos”. En otras palabras, la automatización depende de condiciones plenamente controladas, y los seres humanos nunca lograrán un control completo de todo su entorno.
Algunos podrían aducir que las aplicaciones de inteligencia artificial podrían llegar a desarrollar una capacidad de absorber ‘conocimientos tácitos’. Pero incluso si los algoritmos informáticos pudieran comunicarnos por qué han tomado determinadas decisiones, siempre funcionarán en dominios de entornos restringidos. La amplia variedad de condiciones específicas que necesitan para funcionar adecuadamente los vuelve débiles y precarios, en especial si se los compara con la gran adaptabilidad de los seres humanos.
En todo caso, si el “ascenso de los robots” representa una amenaza, no lo será dentro de las próximas dos generaciones. Por ahora, deberíamos preocuparnos menos por el desempleo tecnológico y más por el papel de la tecnología en la propagación de la desinformación. A fin de cuentas, sin una esfera pública que funcione adecuadamente, ¿para qué molestarse en debatir sobre economía?
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