Clyde fumaba puros; Bonnie usaba boinas. Amaron el riesgo. Desafiaron la ley. Vivieron enamorados, murieron juntos; así ninguno sufrió la pena de llorar al otro.
Encarnaron el desencanto de una sociedad hundida por la Gran Depresión y se convirtieron en héroes populares porque robaron a los bancos; símbolos de los plutócratas que hundieron en la miseria a millones de norteamericanos, los despojaron de sus casas, propiedades y ahorros.
Ellos eran jóvenes, estaban enamorados, la justicia los perseguía, solo les quedó huir y se abrieron paso a punta de balazos, con sus inseparables Colt 38.
Aunque fueron unos atracadores de baja estofa, dedicados a robar en comercios y gasolinerías, durante dos años tuvieron un zipizape con la policía de Texas –y estados vecinos– que los declaró enemigos públicos número uno.
Por aquellos miserables años 30 el único consuelo de los desocupados era seguir en los periódicos las aventuras de perdonavidas como Clyde Barrow y Bonnie Parker, encumbrados a la categoría de mitos gracias a su talento para el autobombo y a un aparatejo tecnológico solo comparable a nuestros actuales teléfonos celulares: la cámara fotográfica.
Fueron de los primeros en tomarse “selfies”; ella con una escopeta, él con un revólver. Abrazados, besándose, haciéndose arrumacos, en carros, en casas y en los arrabales de Dallas, donde se conocieron una tarde de enero de 1930.
Las fotos, más que su carrera criminal, forjaron su leyenda; capturada primero por la prensa sensacionalista, más tarde por la literatura, la televisión y finalmente por el cine; en especial la cinta Bonnie and Clyde, de Arthur Penn, con Warren Beaty y Faye Dunaway, que los elevó al altar de los intocables.
La pareja homicida llegó a ser tan célebre que el Dallas Journal publicó, en 1934, una caricatura en su página editorial en la que aparece la silla eléctrica de Texas vacía, y junta a ella un cartel con este rótulo : “Reservado para Bonnie y Clyde”.
Hasta aquí todo es de película: chavalillos desharrapados, violentos, ardientes, de gatillo fácil y acosados por una sociedad injusta que solo los dejó tranquilos el día que los cosieron a tiros en un camino vecinal, traicionados por un compinche.
La realidad, como siempre, no es ni tan trágica ni tan romántica, solo es cruda. Clyde era homosexual y Bonnie una ninfómana, y la cacareada historia de amor está pegada con saliva.
Sin ser aguafiestas Clyde era un cobarde que en la prisión prefirió amputarse dos dedos, con tal de evitar los trabajos forzados. Por eso conducía en medias. Y Bonnie quedó coja tras un accidente en el cual tuvo quemaduras de tercer grado en una pierna. Según amigos de la pareja, ella ni siquiera sabía disparar un “cachirulo”, tampoco fumaba, y se limitaba a la logística de los atracos.
Nada es lo que parece…
Solo se vive una vez
Más allá de si fueron o no tan malos como los pintaron, al rato se querían. El libro Wanted Lovers recopiló una serie de cartas cruzadas entre los dos delincuentes, durante los dos años en que Clyde estuvo en la cárcel por robar autos.
“Cielo… tu chica triste y solitaria” le escribió Bonnie. “No te olvides de que te quiero más que a nada en el mundo y se, muy, muy, muy bueno, y piensa en mí, que estoy aquí, pensando en ti.” Él, que siempre fue un pico de oro, le respondió: “Daría cualquier cosa por poder ver de nuevo a mi niñita de ojos azules, no sabes cuánto necesito tus cartas para matar las horas de estos días largos y tristes.”
Tenía razón el infeliz de Clyde. A sus 20 años, y con pocos meses de haber conocido a Bonnie, en un restaurante donde era camarera, descontaba 14 años de presidio en el Eastham State Farma, el penal con peor fama del país.
Ahí lo violaron como por encargo y mató a golpes al pervertido que lo sodomizó. Con la ayuda de Bonnie escapó, después obtuvo la libertad condicional y los dos formaron una pandilla con otros rufianes.
Los Barrow fueron una familia pobre; el padre –Henry– era agricultor; la madre –Cumie– veló por sus siete hijos. Clyde Chestnut Barrow, nacido en Texas el 24 de marzo de 1909, le daba mucha guerra. Abandonó la escuela, prefirió las malas compañías y con su hermano Buck comenzó su carrera delictiva.
A Bonnie la vida le dio palo desde que nació el 1 de octubre de 1910. Charles, su padre, fue un albañil que murió cuando ella tenía cuatro años. La madre, Emma Krause, tomó a sus tres hijos y se fue a Dallas, a un barrio llamado Cement City.
La niña demostró en la escuela talento para la escritura y era muy parlanchina. A los 16 años se casó con un buenoparanada, Roy Thornton, que era carne de presidio.
El hambre, Clyde, y las ganas de comer, Bonnie, se conocieron a principios de 1930; a partir de ese día solo los separó la muerte el 23 de mayo de 1934 cuando un piquete de policías los emboscó en Gibsland, Luisiana.
Un vendaval de 187 tiros los abatió. Un balazo le estalló los sesos a Clyde. El resto quedó en el Ford V8 Sedan y en el cuerpo de Bonnie, que sobrevivió unos segundos, mientras sostenía un emparedado con las manos.
Nunca dejaron de huir y en el camino robaron, secuestraron, asesinaron y se amaron entre ropas, sombreros y anteojos. Vivieron a salto de mata y murieron en medio del amor y las balas.
Rematan los recuerdos
En una subasta llamada “Gangsters, forajidos y agentes del orden” vendieron los revólveres de Bonnie & Clyde.
El paquete de “souvenirs” incluía la caja de cosméticos Parker de Bonnie y el reloj de bolsillo de Clyde.
Tras su muerte los coleccionistas compraron cabellos, sangre, piezas dentales y los restos más inverosímiles de la violenta pareja de criminales.
Las piezas más caras son las fotografías, porque al dúo asesino le fascinaban.