Dicen que era tan bella como el Taj Mahal; que comía pétalos de orquídeas y dormía 16 horas, para conservar su lozanía. Otros cuentan que dejó en Hollywood pieles y diamantes, zapatos de raso y collares de perlas; todo lo cambió por los rebozos y los pies descalzos, cuando regresó al cine mexicano.
Allá en gringolandia fue la única y más grande diva latina de verdad, nacida al sur del Río Grande; hija de nobles mexicanos, heredera de una cuantiosa fortuna y educada con el rigor de una reina.
Por estos lares ninguna actriz ostenta el palmarés de Dolores del Río: protagonizó más de 30 películas en Estados Unidos; con excepción de Virginia Fábregas, es la única que tiene un monumento en la Rotonda de las Personas Ilustres – en la Ciudad de México–.
Sus adoradores le erigieron estatuas, pinturas y murales en Los Ángeles, donde su estrella refulgió durante dos décadas –de 1920 a 1940–, hasta que las intrigas, envidias, las persecuciones ideológicas y la censura la obligaron a regresar a su tierra, en 1943.
Cuando se fue respiraron aliviadas diosas como Greta Garbo y Marlene Dietrich, cuyas luces apenas fueron chispas a la par de la destellante belleza de Dolores, encarnación de la “figura femenina más perfecta”, según la revista Photoplay, que en 1933 consultó el criterio de médicos, artistas, diseñadores, jueces y a todos los árbitros de lo bello y lo divino.
Llegó al mundo en Durango –México– en el aristocrático hogar de Jesús Leonardo Asúnsolo y Antonia López Negrete, el 3 de agosto de 1904. Sus estilizados rasgos indígenas, piel cobriza y el aire de belleza primigenia los potenció con su elegancia y una sólida educación, a cargo de las monjas del Colegio Francés, que le enseñaron el valor de la disciplina.
A los 16 años se casó con el escritor Jaime Martínez del Río, un rico hacendado, licenciado en leyes, forrado en billetes y 18 años mayor. La pareja se marchó a Europa de luna de miel; la pasó de maravilla un tiempo pero Martínez hizo un mal negocio y quedó casi en la miseria.
Y como Dolores no estaba hecha para pasar necesidades, decidió aceptar la oferta de Edwin Carewe, un director de cine, que le ofreció llevársela a Hollywood y colocarla en un filme, Joanna, y de paso ganarse unos reales para las enchiladas y las agüitas.
Para promocionar el debut de la morena Carewe pagó este anuncio en una revista local: “Dolores del Río, la heredera y primera dama de la alta sociedad mexicana ha llegado a Hollywood, con un cargamento de chales y peinetas valuados en $50 mil. Se dice que es la muchacha más rica de su país, gracias a la fortuna de su marido y la de sus padres.”
En esa película dijo cuatro frases y ni siquiera salió en los créditos; pero deslumbró con su talento y ahí se quedó por 20 años.
Doña Perfecta
Los rasgos étnicos de Dolores calzaban a la perfección para las campañas de propaganda del gobierno yanqui, interesado en contener los avances comunistas y defender el sueño americano.
La industria del cine siempre se ha matriculado con los vientos que favorecen sus negocios; la Del Río se encasilló en los clásicos papeles de diva exótica, morena y ardiente; en filmes de escasa calidad dramática y en ocasiones solo fue parte del decorado, para darle al filme un toque selvático.
Su paso por el cine mudo fue aceptable con El precio de la gloria, Resurrección y Ramona. Sin problemas saltó a las bandas sonoras con El malo y a partir de ahí atrajo la atención de cineastas como King Vidor o David O. Selznick. Este la contrató para Ave del Paraíso, una cinta que fue censurada por las atrevidas escenas donde Dolores insinuaba su maravilloso cuerpo.
Acosada por el macartismo, la cacería de brujas en Hollywood y señalada como “veneno de la taquilla” por los grupos ultraconservadores, Dolores del Río enrolló el sarape y regresó a México, donde dictó cátedra en todo lo que hizo.
Como un rey Midas, convirtió en oro lo que tocó: cine, teatro, radio, televisión, obras benéficas y creó un estilo que imitaron todas las actrices latinas: bella pero temperamental, apasionada, triste, sincera, instintiva, patética y afligida.
La que regresó a México no fue la flemática señora de la sociedad mexicana, sino una mujer que se sabía bella y con maneras muy femeninas de lucirse y atraer a los hombres.
Orson Welles, que tenía la boca del tamaño de un trasatlántico, decía que Dolores usaba una lencería muy fina, confeccionada por las inmaculadas monjas de un convento francés.
También fue la imagen de los cigarrillos Lucky Strike; cobró $50 mil dólares –allá por 1930– para garantizar a los viciosos que fumar pitillos no le hacía ni mus a su garganta.
Por esos años mandó a freir churros a su atildado marido y se casó con Cedric Gibbons, director de arte de la MGM, que la conectó con todo el que era alguien dentro y fuera de la Meca del Cine.
La pasaron regular durante diez años y se divorciaron. Estuvo soltera un periodo parecido y le inventaron amoríos con medio Hollywood, hombres y mujeres. En 1949 conoció al millonario Lewis Riley y en 1959 se casaron; instalaron casas en Acapulco y en Coyoacán, adonde peregrinaban celebridades de todas las latitudes, en busca de su bendición.
Aquejada por la artritis, contaminada de hepatitis y de la enfermedad de vivir, el 11 de abril de 1978, a los 78 años, la sorprendió La Catrina.
María Candelaria
Fueron muchas las grandes interpretaciones de Dolores del Río, pero entre todas ‘María Candelaria’ es la preferida de sus acólitos.
En ese filme demostró su talento expresivo y los dones estéticos que poseía, más allá de su belleza física.
También su férrea disciplina, superando los celos de su coestrella Emilio “El Indio” Fernández, celoso de su brillo.
En lugar de un camerino tuvo un jacal y lo usó como si fuera el mejor bungalow de Hollywood; gran parte de la filmación la pasó descalza porque el director deseaba un personaje natural.