Superhéroe sin poderes. Solo la máscara lo hizo famoso. Sin ella, nadie lo conocía. Cuando se la quitó, murió. La mayor vergüenza para un héroe es descubrirse el rostro.
Y eso que luchó a punta de patadas, llaves, rodillazos, panzazos, quiebra huesos y candados, contra zombies, momias, mujeres vampiro, extraterrestres y cuanto ser maligno habitó este y otros mundos.
Durante medio siglo salvó el pellejo en más de 10 mil combates; rapó y desenmascaró a legiones de rivales; ganó todos los campeonatos en disputa; fue héroe de historietas, radioteatros y en el cine.
Fue el superman mexicano. Pasó de demonio a santo, porque pegaba debajo del cinturón y rezaba un avemaría en la esquina; siempre luchó por hacerse un hueco en la vida, donde la pelea es una batalla larga sin límite de caídas.
Al atardecer del 26 de enero de 1984, en el programa televisivo de Jacobo Zabludovsky, ocurrió lo que ni Black Shadow –su nemésis– pudo hacer sobre el cuadrilátero. El Santo, el Enmascarado de Plata, reveló su verdadera faz: la de Rodolfo Guzmán Huerta.
Para convertirse en El Santo pasó de El Murciélago II al Hombre Rojo, hasta el 26 de julio de 1946 cuando su manager, Jesús Lomeli, le endosó aquel apodo, inspirado en la saga detectivesca de Leslie Charteris sobre un ladrón al estilo Robin Hood.
Esa noche debutó contra el Lobo Negro y este lo dejó como un camote. Para evitar la paliza intentó pelear sucio y fuera de control la emprendió contra el árbitro y los asistentes. Al final lo descalificaron por rudo.
De santo, solo el nombre. Era el más descarrillado de todos los luchadores; sin asco para patear, torcer y morder, se labró fama de agresivo y dispuesto a triturar a quien se interpusiera en su camino al campeonato.
Primero se deshizo de La Maravilla Moreliana y en 1943 enfrentó al monarca nacional de peso medio, El Murciélago Velázquez. Ganó la corona y comenzó una seguidilla de peleas en las que pulverizó a los rivales más enconados, hasta que topó con la horma de su zapato.
Le tocó a Carlos “El Tarzán” López bajarlo de la nube. En la pelea de fondo, con ocasión de la inauguración del Arena Coliseo, el 2 de abril de 1943, le propinó una proverbial tunda. Más tarde perdió el título y Jack Blomfiel le arrancó la máscara, pero debajo tenía otra.
En otro pleito golpeó ferozmente a “Dientes” Hernández y cuando iba para el vestidor, en medio pasillo, se lió a patadas contra dos enardecidos fanáticos, al punto que pasó la noche en la cárcel.
El Santo era un demonio. Junto con Salvador “Gori” Guerrero –en 1944– hizo la mancuerna más sangrienta de la lucha libre: La pareja atómica. Los dos arrancaron cabelleras y máscaras a los más pintados, incluida la de Black Shadow.
“Me gustaba enardecer a la gente, no solo acababa con mis enemigos sino también con los réferis. Peleaba sucio y la gente me aplaudía, en ocasiones luchaba limpio y la ovación era mayor”.
En los años 50 El Santo se convirtió en un ícono de la cultura popular, porque el dibujante José G. Cruz creó una historieta con sus aventuras, que publicó durante 35 años seguidos.
De ahí pasó al cine y en 1958 protagonizó dos pastiches filmados en La Habana: Santo contra Cerebro del Mal y Santo contra Hombres Infernales. Filmó 54 cintas, que deben verse con afecto.
A puño limpio
En el polvoriento y miserable Tulancingo, estado de Hidalgo, dejó el ombligo, el 23 de setiembre de 1917. A los siete años abandonó la vida campestre y enfiló las patas hacia el Distrito Federal.
Llegó al barrio El Tepito con sus padres –Jesús Guzmán, un vendedor de máquinas de coser, y Josefina Huerta, ama de casa–, además de una tropa de siete hermanos.
Abandonó la escuela para ganarse los frijoles y las tortillas. Trabajó en los oficios más humildes y al fin se colocó en una fábrica de medias femeninas, que le sirvió de mucho porque aprendió a zurcir y –años después– cosió su primera máscara de El Santo con cuero de chancho, y le costó siete pesos.
Aprendió jiu-jitsu y lucha grecorromana; como tenía piernas gruesas, era bastante macuco y no le tenía miedo ni al “pisuicas”, dirigió sus aspiraciones a la lucha libre.
Entre las cuerdas Rodolfo encontró su destino, que terminó de moldear cuando inventó a su alter ego. La idea de ocultar el rostro, la tomó prestada de Alejandro Dumas y de la novela: El prisionero de la máscara de hierro.
Ya más acomodado fundó una familia de diez hijos con María de los Ángeles Rodríguez Montaño. Uno de ellos, Jorge Ernesto, conocido como el Hijo del Santo, se encargaría de perpetuar la memoria del Enmascarado de Plata.
La fama de El Santo la aprovecharon los políticos en sus campañas electorales. Gustavo Díaz Ordaz lo contrató para atraer simpatizantes y un aspirante presidencial alegó: “Dígale que le agradezco mucho su cooperación, pero al paso que vamos, él terminará siendo el presidente”.
Tal era la fiebre por verlo que entrenó a varios clones para que se presentaran por todo México y amasó una fortuna, sin perder su aire sencillo y popular. En más de una ocasión peleó en actos benéficos, a cambio de un emparedado y un refresco.
La última caída le llegó a los 66 años, el 5 de febrero de 1984. No lo fulminó un enemigo de ultratumba, ni un peleador con apodo de fantasía, sino un ataque cardíaco.
Y como un héroe de verdad no tiene rostro, El Santo fue sepultado con su máscara.
Museo santista
Apenas El Santo tocó tierra, su hijo Jorge Ernesto Guzmán pensó en conservar el recuerdo paterno. Reunió la mayor cantidad de objetos del luchador, para fundar un museo.
Con ayuda del gobierno de la Ciudad de México el vástago plateado piensa abrir una exposición, con fetiches como ropa, máscaras, mallas, capas, trofeos, zapatos y los artilugios que usó El Santo en sus películas.
Los fanáticos de todo el mundo podrán peregrinar a este santuario, así como hicieron con el Mausoleo del Ángel, donde Blue Demon y Black Shadow depositaron el féretro de su amigo y rival.