Babilonia del celuloide. Los fariseos del cine –como la mala yerba– siempre reptaron entre los sets, treparon por los decorados y masticaron aspirantes a estrellas como palomitas de maíz.
Los nuevos diosecillos de Hollywood se rasgan las vestiduras; se pintan la cara con ceniza y gimen como plañideras contra Harvey Weinstein, encarnación de todos los depredadores sexuales que recorren los pasillos de los estudios, desde la fundación de la galaxia del glamour.
Secretarias, asistentes, modelos, pasantes, actrices en ciernes y toda mujer que quisiera ser alguien en la gran pantalla, tenía que pagarle a Weinstein –según él– un óbolo carnal.
Como la noticia es pronta y la memoria flaca, vale recordar a los lectores que Harvey solo perpetuó una practica inmemorial, de quienes ocupan el vértice de la cadena alimenticia en los vericuetos de Sunset Boulevard.
En los albores del cine, el director D.W Griffith saciaba sus apetitos con adolescentes; la escuela de sirenas de Mack Sennett era un harem a la carta; Theda Bhara un súcubo; y todo Hollywood una bomba de sexo, drogas, crímenes y codicia.
La dama del cine, Meryl Streep, llamó a Weinstein un “dios”; Madonna, “el castigador”; y “el jefe” para el resto de mortales en la industria fílmica. Los acólitos acudían en masa a quemar incienso, hacer genuflexiones y cantar “hosannas” al hombre que ostentaba 80 Premios Óscar y por ahí de 350 candidaturas a premios cinematográficos.
El fino humor de Pedro Almodóvar lo dijo en sencillo: “Solo hay dos manera de ganar un Oscar: que Weinstein distribuya la película o yendo a una Iglesia a rezar mucho.”
La maquinaria del mercadeo, de las relaciones públicas y los bufetes de leguleyos aplastaron –como liliputienses– a sus rivales. Aunque Harvey se llenaba las fauces con el cuento de que lo “importante son las películas”, sus campañas mediáticas limpiaban de obstáculos a sus filmes.
Para promover Shakespeare enamorado invirtió $5 millones y $3 millones para La vida es bella. Si el enemigo era pequeño, pero rebelde, lo descuartizaba con ayuda de la prensa. De sus oficinas salió el rumor de que los productores malpagaban a los niños actores de Slumdog Millionaire, o que esa cinta generó el odio en la India.
Nada parecía detener a este Midas del cine, ni siquiera las deudas que lo obligaron a vender Miramax a Disney, la productora que fundó con su hermano Bob; o una que otra denuncia legal saldada en secreto.
Harvey Weinstein, señor de los señores del cine, iba camino al altar de las marquesinas, hasta que sucedió lo impensable: una mujer habló, destapó las cloacas y el mundo se detuvo.
Todo se derrumbó
En el Islam se necesitan dos mujeres para acusar a un hombre. En Hollywood 27. Esa fue la cantidad inicial de denuncias femeninas que destronaron al rey de reyes y que ocasionaron un cataclismo como el que sepultó a los dinosaurios.
El New York Times se encargó de guillotinar a Weinstein al publicar un reportaje, el 5 de octubre de este año, donde varias celebridades relataron el sistemático acoso sexual que sufrieron por cuenta del productor, a cambio de catapultar sus carreras o acabar como utileras.
Con todas usó el mismo “modus operandi”: citarlas en la habitación de un hotel, salir en bata luciendo su portentosa barriga, proponerles un masajito, bañarse frente a ellas y restregarles su grasiento adminículo viril.
Ni el guionista más calenturiento pudo imaginar semejante rollo: sexo, chantajes, ambición y un pez gordo de la élite. Nadie aguantó las ganas de sacarse el clavo con el depredador exhibido en la picota.
El infeliz de Weinstein rodó dando tumbos entre las patadas y manotazos de toda la jauría artística, los mismos que por décadas recibieron el pienso de sus manos. Solo Woody Allen, a quien Harvey lanzó un salvavidas fílmico, y Quentin Tarantino, su niño bonito, enfundaron la guadaña.
Con paciencia tejió una telaraña de influencias; donó cuantiosos fondos al Partido Demócrata; patrocinó ONG’s que luchaban contra el abuso sexual; machacó detractores; derrochó dinero y creyó que estaba más allá del bien y del mal.
Nunca pensó que la denuncia de una inofensiva aspirante a modelo, Ambra Battilana, en el 2015, le rebanaría el cogote. Denostada por la prensa, vilipendiada por las autoridades y tachada de mentirosa y trepadora, tuvo que aceptar un arreglo extrajudicial. Lo mismo le pasó a la actriz Rose McGowan en 1997, que recibió $100 mil dólares por cerrar el pico.
El mito de Harvey comenzó a derrumbarse en el 2004 con el libro de Peter Biskind, Sexo, mentiras y Hollywood. El autor desnudó las mentiras de Weinstein, sus tejemanejes con Miramax, la prostitución del cine indie y la falsa pasión cinéfila de Harvey por los clásicos del celuloide.
Pero la actriz Ashley Judd, y tras ella varias decenas de mujeres, rompió los sellos de la cultura del silencio y convirtió al productor en un sapo.
Su mujer, Georgina Chapman, lo abandonó –era preciso salvaguardar el patrimonio–; el hermanito Bob lo despidió de su propia empresa; lo echaron de la Academia; le quitaron los títulos recibidos y en un dos por tres pasó de príncipe a mendigo.
A Harvey Weinstein lo devoró el resentimiento, su complejo de inferioridad, la pasión por la fama y la feroz competitividad. Hoy solo es un sombra, como las que habitan el Infierno de Dante: sin fama y sin gloria.
La banalidad del mal
Los defensores de Harvey Weinstein lo presentan como un enfermo, un paciente que requiere tratamiento y fuertes dosis de lástima, dado que sufre trastornos mentales que lo inducen a portarse mal, de vez en cuando con las mujeres.
Resulta que Harvey, nacido en Nueva York en 1952 e hijo de unos respetables padres judíos -Max y Miriam Weinstein- recibió una educación de lujo y montó una empresa fílmica en honor a ellos: Miramax.
Recibió la Legión de Honor, Comendador de la Orden del Imperio Británico y bastantes premios artísticos, que apuntalaron sus andanzas.