![](https://www.nacion.com/resizer/jjDzULCtxm1kPFPZADRgj43uNII=/1440x0/filters:format(jpg):quality(70)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/gruponacion/CAOVMJS6T5DDPJMQWUOWO6D57E.jpg)
Rosa Parks, la noche en que el mundo se detuvo. Foto: AP
La ley era clara: iguales pero separados; que en buen romance significa juntos pero no revueltos.
Esa noche estaba hasta la coronilla. No tenía miedo. Quería que respetaran su dignidad. Cuando la bajaron a empellones del autobús supo que nunca más la humillarían por mujer y por negra.
Pasó la madrugada en un calabozo. Le asignaron el número 7053 y le impusieron $14 dólares por alterar el orden público. Era una persona y una ciudadana, pero eso no valía nada en la ciudad de Montgomery, Alabama, si usted tenía la piel oscura.
El caso fue uno de muchos, solo que esta vez un joven pastor bautista –Martin Luther King– lo convirtió en un “casus belli” para convocar a una resistencia pacífica contra el servicio de transportes; durante 382 días más de 50 mil manifestantes dejaron de utilizar los buses, hasta que eliminaran la segregación racial.
La protesta no fue una travesura juvenil. Escuelas, restaurantes, salas de espera, bares y aún en las letrinas había rótulos que decían: “Solo blancos”, o más explícitos, “Negros No”, inspirados en las Leyes Jim Crow, vigentes en Estados Unidos entre 1876 y 1965.
Aunque Jim Crow fue un personaje ficticio –un actor blanco que se disfrazaba de negro– las regulaciones fueron reales y aprobadas para privar a los “oscuros” de sus derechos civiles y obligarlos a estar bien lejos de los “claritos”.
![](https://www.nacion.com/resizer/lXvdU2Vd27M2zRjZCxOj_WYVziw=/1440x0/filters:format(jpg):quality(70)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/gruponacion/7RFDNXQ5ZNDM3OPLH6XFF6FOWY.jpg)
Rosa Parks, la noche en que el mundo se detuvo. Foto: AP
En los buses había dos áreas según el color de piel, divididas por una línea; un espacio intermedio lo podían ocupar los negros siempre que un blanco no exigiera su lugar, por las buenas o por las malas; la última era la más aconsejable.
La noche del 1° de diciembre de 1955 una mujer menudita, que no quebraba un plato, insignificante, detonó la racista sociedad gringa. Hasta su nombre era pequeñito: Rosa… Rosa Parks.
Por esos días aciagos tenía 42 años y diez de casada con Raymond Parks; era integrante de la Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color (NAACP) y participaba en campañas para fomentar la inscripción de votantes negros.
Lo que Rosa sintió aquella noche salió de sus entrañas; en sus memorias escribió: “Mientras más obedecíamos, peor nos trataban. Aquel día estaba fatigada y si había algo de lo que estaba cansada era de ceder”.
El chofer y la policía la sacaron del bus, pero nueve años después –y tras una ola de protestas nacionales– el Congreso aprobó la Ley de Derechos Civiles que prohibió la discriminación racial, en los medios de transporte en Estados Unidos de América.
Tal vez una hormiga no puede detener un ferrocarril, pero sí llenar de piquetes al maquinista.
Siempre rebelde
Como suele ocurrir con las personas ordinarias, que realizan actos extraordinarios, Rosa pasó del anonimato a la celebridad y los ideólogos de cafetín discuten a sus costillas, si era una militante feminista radical o una ama de casa apacible, que se encabronó.
En principio vale aclarar que descendía de esclavos; su padre James McCauley, era carpintero, y su madre Leona Edwards, fue maestra. Vino al mundo el 4 de febrero de 1913 en Alabama; asistió a una escuela industrial y a un colegio para educadores.
Para bajarle el piso, la prensa vendió la idea de que Rosa era una costurera, alguien incapaz de incendiar un país y traerse abajo una despiadada estructura secular, en contra del negro y de otros grupos marginados.
El incidente del bus fue la puntilla a varias décadas de activismo social, que incluso continuó por mucho tiempo más; desde 1965 hasta su jubilación en 1988 trabajó como ayudante del congresista John Conyer.
Ese mismo año fundó el Instituto Rosa y Raymond Parks para incentivar el liderazgo entre los jóvenes de Detroit, adonde se marchó para evitar que la mataran sus enemigos en Alabama.
La fijación por los buses seguro le quedó desde la niñez, cuando debía caminar bastantes kilómetros hasta la escuela, porque los negros tenían prohibido utilizar el transporte público.
“Ese era un modo de vida. No teníamos otra alternativa más que aceptar lo que era la costumbre. El autobús fue una de las primeras cosas que me hizo ver que había un mundo para negros y otro para blancos”.
![](https://www.nacion.com/resizer/SyyahLXW3W19i2zt5nuNfr5znbo=/1440x0/filters:format(jpg):quality(70)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/gruponacion/OU2SPTVZZNDILB3FQ335EAZLAQ.jpg)
Rosa Parks, la noche en que el mundo se detuvo. Foto: AP (CARLOS OSORIO)
Recién salida del colegio conoció y se casó con Raymond, un activista social. Asistió a una reunión de la NAACP y la eligieron secretaria, cargo que aprovechó para trabajar con dirigentes obreros como E.D.Nixon y Pete Seege, uno de los artistas que compuso We Shall Overcome, el himno del movimiento por los derechos civiles.
Con los años se relacionó con el movimiento “Black Power”, consideraba a Malcolm X como uno de sus más grandes héroes, se opuso a la guerra de Vietnam, luchó junto a Luther King y en 1980 exigió la liberación de Nelson Mandela. El día que pudo conocerla el líder sudafricano le dijo: “Usted me dio ánimo todos esos años en la prisión.”
Los reconocimientos la sobrepasaron. La medalla presidencial de la Libertad, un museo en su honor, exposiciones continuas sobre su vida, sellos de correos y a su muerte –el 24 de octubre del 2005– fue la primera mujer sepultada en la Rotonda del Capitolio, en Washington.
Un día, con su habitual protagonismo, el presidente Barack Obama visitó el museo Henry Ford, en Dearborn, Michigan, donde hay una réplica del bus de marras; ahí posó en el mismo asiento donde Rosa se quedó quieta. Tal vez pensó en aquella mujer que cambió el mundo, sin moverse de donde estaba.