Tuvieron un amor necesario, pero contingente. Fueron rebeldes y libres. Nunca quisieron casarse, ni vivir juntos, ni tener hijos o llevar la aburrida existencia familiar de los burgueses enamorados.
Cada uno admiraba al otro y encajaban como lo que eran: una mujer y un hombre. Ella, Simone de Beauvoir, lo aceptaba a él con sus perversiones y le fascinaba su agudo pensamiento. A él, Jean Paul Sartre, le encantaba el talento, la belleza y laboriosidad de ella; de ahí que le ensartó el apodo de “el castor”.
Eran la pareja perfecta, al menos para Jean Paul, quien le vendió a Simone la idea de una relación abierta, ya que él no estaba hecho para la monogamia y requería la compañía de estudiantes jovencitas, pues era incapaz de renunciar a su “seductora diversidad”.
Sartre no era un vulgar echacuentos, ni un labioso de cafetín universitario. Vale decir que fundó el existencialismo y el marxismo humanista, y en sus ratos libres fue: filósofo, escritor, novelista, dramaturgo, activista político, biógrafo, crítico literario y Premio Nobel de Literatura, en 1964, si bien lo rechazó en un ataque de modestia burguesa.
Y Beauvoir tampoco era una ñoña, solo que el amor la embruteció. Ella escribió: “Todo el tiempo que pasaba separada de Sartre me parecía tiempo perdido.”
Desde los 15 años dedicó su vida a pensar, escribir y enseñar. Redactó novelas, ensayos, biografías, monografías sobre temas políticos, sociales y filosóficos. Colocó la piedra fundacional del feminismo con obras como El Segundo Sexo o La Mujer Rota; recibió el Premio Goncourt y el Austríaco de Literatura Europea. Era, por mucho, superior a Jean Paul, que explotó ese talento.
El filósofo nació en París el 21 de junio de 1905 en el hogar de Anne-Marie Schweitzer –prima del célebre misionero Albert Schweitzer– y Jean-Baptiste Sartre, un oficial naval que murió cuando el niño tenía apenas 15 meses de edad.
Al pequeño lo crió el abuelo Charles que, además de enseñarle matemática y literatura clásica, lo convirtió en un mocoso consentido y ególatra; creció con un terrible complejo de inferioridad y buscó refugio en las mujeres, a pesar de ser feo, bizco y achaparrado. En cuanto a Simone provenía de una familia acomodada, pero venida a menos; el abuelo –Gustave Brasseur– quebró el banco que presidía y precipitó a la familia al deshonor y la vergüenza.
Por eso sus padres Francoise Brasseur y Georges Bertrand de Beauvoir, dejaron la residencia señorial del Boulevard Raspail – donde nació Simone el 9 de enero de 1908– y recalaron en el quinto piso de un edificio de apartamentos en la calle Rennes, oscuro y sin ascensor.
Ahí creció como una niña solitaria, entristecida por la falta de dinero; dejó el catolicismo y se volvió atea. Nunca superó la idea de que su padre deseaba un varón; este siempre la machacó con el cuento de que ella tenía el cerebro de un hombre, pero el cuerpo de una mujer.
Plenitud de la vida
Durante 50 años Simone y Sartre –ella nunca lo llamó por su nombre– rompieron las formas burguesas tradicionales del amor, y crearon algo imposible de vincular con la idea de una pareja.
Jamás vivieron juntos, se negaron a casarse porque según Beauvoir “la familia es un nido de perversiones”; tampoco tuvieron hijos, si bien Simone adoptó a Sylvie Le Bon –su amante– y la nombró heredera universal, a su muerte el 14 de abril de 1986.
Los enemigos “conservadores medievales” le endosaron al dúo acusaciones de poligamia y corrupción de menores; amparados al hecho de que –por separado– o entre los dos mantuvieron relaciones amorosas con sus estudiantes.
Ellos formaron lo que llamaban “pequeña familia”, pese a los conflictos generados por las tensiones sentimentales propias de ese tipo de mancuernas. En palabras de Sylvie, que se unió al grupo con 17 años, entre ellos había una relación “carnal, pero no sexual.”
En esa “melánge” tan progresista destacó Bianca Bienenfel, quien se integró a los 16 años y mantuvo amores con Beauvoir y Sartre; igual pasó con Nathalie Sorokin y el extenso vínculo entre el pensador y las hermanitas rusas Olga y Wanda Kosakiewics.
Ambos filósofos solían contarse –con lujo de detalles– sus aventuras eróticas; Simone miraba con misericordia franciscana a su compañero y sostenía que solo era una incapacidad para aceptar la edad adulta.
Los términos de esa convivencia estaban contenidos en un contrato de dos años, con acuerdos como pasar las vacaciones de noviembre y octubre en Roma; además de libertad absoluta en cuanto a escapadas amatorias con terceros o cuartos.
Cuando Sartre ya no “la excitaba” encontró a Claude Lanzman, 18 años menor que ella, que era el secretario de aquél. Hace poco fueron difundidas 122 cartas de amor que Simone le escribió a “Mi querido niño, eres mi primer amor absoluto, el que solo sucede una vez en la vida, o tal vez nunca.”
En La ceremonia de los adioses, Beauvoir describió a Sartre como un hombre con los ojos casi muertos, adicto a las drogas y a las mujeres; el nexo fue deteriorándose sobre todo cuando el filósofo adoptó a Arlette, una adolescente, y le heredó sus derechos literarios.
La parranda la acabó la aguafiestas de siempre: la muerte. En 1980 falleció Sartre y aunque Simone era atea creyó ver algo más allá del existencialismo y pensó: “Su muerte nos separa, mi muerte nos volverá a reunir.”
El segundo sexo
La ópera prima literaria de Simone de Beauvoir –El segundo sexo– plantea que el amor tiene distinto sentido, para la mujer y el hombre; de ahí las discrepancias que los separan.
Para ellos, el amor es una ocupación; para ellas es un objetivo de vida, como un acto de fe.
Sartre lo llevó a un extremo, bastante cómodo para él, el de los amores necesarios y los contingentes.
El primero sería el que ellos sostendrían, hasta que se aguantaran mutuamente. El otro, lances ocasionales de carácter sexual y parecidos a una necesidad fisiológica, para no perder la práctica.