¿Primera vez en Cineccità?, preguntó el cineasta en perfecto inglés.
-Yes, dijo la espigada morena.
-¿Leyó Quo Vadis?
-Yes.
-¿Cuántos años tienes?
-Yes.
-¿Cómo te llamas?
- Yes.
A duras penas hablaba italiano con fuerte acento napolitano. Inglés, “niente, niente”.
Tenía 16 años y se plantó ante el director Mervyn LeRoy, que tuvo piedad y la contrató para el papel de una esclava romana, en la megaproducción bíblica de 1951, Quo Vadis.
Tampoco era para sentarse a llorar; en esa misma cinta Elizabeth Taylor actuó como una prisionera cristiana. Ninguna de las dos apareció ni en los créditos.
Después de un gustazo un trancazo. El día que la llamaron a decir sus líneas gritaron por el megáfono: “¡Scicolone!”.
Corrió al set y chocó con otra mujer, justo la esposa de su padre Riccardo Scicolone, que embarazó a su madre –Romilda Villani– y se negó a casarse con ella.
“Nunca olvidaré el dolor profundo que sentí en ese momento. ¿Para qué quería yo un apellido sin el afecto del hombre que lo llevaba? Había crecido sin él, y nada en el mundo me lo podía devolver.
La mujer de mi padre se puso furiosa. Mi madre me defendió como pudo. Y el verdadero culpable, como siempre, ¡estaba ausente!”.
Así lo relató en sus memorias Sofía Scicolone Villani, que diez años después –en 1961– ganó el Óscar a la mejor actriz con Dos mujeres, pero con el nombre que la inmortalizó: Sophia Loren.
El rabión no era “piccola cosa”. Sophia vivió con el estigma de ser una bastarda; hasta los cinco años creyó que el abuelo materno era su papá, la abuela su mamá y a su verdadera madre la llamaba “mamita”.
Jamás olvidó el sufrimiento que Riccardo les causó, la miseria en que la hundió a ella y a su hermana María.
“A medida que creces, te casas y tienes tus propios hijos, aprendes y olvidas. No me olvido fácilmente, pero lo hice por perdón.”
Ganó 50 mil liras –unos mil dólares– por recitar cuatro paparruchadas en Quo Vadis. Con esa plata la familia sobrevivió dos semanas y Sophia dejó de engañar la tripa con semillas de albaricoque, tal como confesó a la periodista Silvana Giacobini.
Meses después conoció al productor Carlo Ponti, que le llevaba 22 años, estaba casado con Giuliana Fiastri y tenía dos hijos. Este la trató con delicadeza, cariño, la aconsejó sobre su carrera, la animó a estudiar y ocupó el lugar del padre ausente.
El escándalo estalló y a punto estuvieron de excomulgarla; hasta le prohibieron donar sangre, por considerar que la tenía impura.
La pareja se casó en México en 1957 pero los acusaron de bigamia; disolvieron la unión y en 1966 Ponti se nacionalizó francés y pasaron por la vicaría civil.
Vivieron juntos 56 años y a pesar de que un reputado médico ginebrino le advirtió: “Tienes buenas caderas, pero no tendrás jamás un hijo”, dio a luz dos niños: Carlo y Edoardo.
Orgullo y pasión
Exageradamente bella, rubia, alta y bien proporcionada, así era Romilda. Todo eso se fue al canasto con el embarazo y el desplante de Riccardo. Madre soltera en plena postguerra y sin qué comer, decidió llevarse a sus dos hijas a Nápoles, sin que ello hiciera mella en sus sueños de convertirse en luminaria cinematográfica.
Allá montaron una cantina; la madre tocaba el piano y las dos “ragazze” servían las copas, mientras escapaban a las manos ansiosas de los soldados gringos que abarrotaban el lugar.
Los anhelos maternos germinaron en sus retoños. Las llevó a este concurso y al otro; con 14 años Sophia ganó Princesa del Mar, a los 15 obtuvo Sirena del Adriático, arrasó en Señorita Elegancia y asombró al jurado en Miss Roma.
Ahí la conoció Ponti y le susurró: “¿Por qué no viene a verme mañana a mi despacho? Nadie sabe qué pasó en esa cita, pero a partir de aquel día despegó su carrera. Filmó con los mejores directores y actores; Vittorio De Sica o Marcello Mastroianni, su eterna pareja en una docena de películas del neorrealismo italiano.
“La química era tan palpable que la gente se preguntaba si había algo entre nosotros. La respuesta siempre fue: no”. Todo eran chismes periodísticos.
En la segunda mitad de los años 50 hizo yunta con los guapos de Hollywood, Frank Sinatra y Cary Grant; este anduvo tras sus huecesitos, tanto que Carlo mejor se casó con ella, para evitar que los bárbaros le comieran el zacate.
También Peter Sellers, en el rodaje de La millonaria, avanzó sus fichas hacia la romana; Marlon Brando trató de meterle mano y lo paró en seco.
“Le miré y con calma, mucha calma, le solté: ni se te ocurra. No tienes idea de cómo puedo reaccionar, debes de tenerme miedo.” Nadie toma en broma a una napolitana.
Con casi 84 años, nació el 20 de setiembre de 1934 en Roma, aún conserva la eterna sonrisa y la escultural figura de pechos generosos; tiene dos Premios Oscar encima de la chimenea casera y trabajó con todas las luminarias del cine, en los últimos 50 años.
Más que una estrella es una “signora” del cine. Inaugura barcos, publicita alimentos, libros y cosméticos; los barones de la moda se la disputan en sus desfiles porque siempre luce perfectamente vestida, maquillada y peinada.
Para los italianos es tan hermosa como la diosa Venus; cuando cumplió 76 años una encuesta la proclamó la mujer más bella del mundo, y la nombraron Miss Italia “ad honorem”, que más bien sería “ad perpetuam”.
Orgullosa de su familia, aún siente la alegría de vivir.
Embajadora del amor
En 1932 Romilda Villani ganó un concurso por su gran parecido con Greta Garbo; como tenía 17 años no la dejaron ir a Hollywood a seguir una carrera artística. Dos años más tarde quedó embarazada, soltera, de una niña que llevaría al extremo todos sus sueños.
Al mejor estilo de las películas del neorrealismo italiano la pequeña Sophia sufrió los peores años de la postguerra, pero tendría un final feliz al estilo americano rodeada del encanto, la fama y el éxito.
La diva italiana ganó dos Premios Oscar, otros tantos en diferentes certámenes, filmó 80 películas y marcó con su belleza, clase y erotismo la aburrida vida de los gringos.