La fotografía de aquel pulmón destruido por el cáncer era demasiado fuerte, pero aún así Chandler Bing le quitó el celofán a la cajetilla de cigarros. Ya no se consideraba fumador en el sentido estricto de la palabra y bien podía pasar años sin probar el tabaco pero, bueno, a veces los viejos vicios son difíciles de abandonar.
Era una triste mañana de finales de octubre del 2023 y Chandler estaba en la parte trasera de un restaurante asiático, en las afueras del pueblo, sentado en una apartada banca de cemento, justo antes del inicio de la línea de árboles. El estacionamiento quedaba oculto de quienes pasaban por la vía principal y eso era justo lo que le gustaba del lugar, el cual descubrió casualmente hacía unos años cuando llegó ahí para comer con Mónica y los chicos. Desde entonces, había regresado ahí, solo, unas cinco veces para fumar a escondidas. Sabía que su esposa sabía que de vez en cuando su marido se escapaba de la casa para fumar un cigarro genérico (compraba una caja para la ocasión y la botaba casi completa) y que no iban a hablar al respecto.
Lo que Chandler no podía tolerar era la idea de que Erica y Jack se enteraran que su padre era tan estúpido de meterse todos aquellos químicos en los pulmones. No podía tolerar la noción de decepcionarlos.
Los chicos ya no eran tan chicos. En el 2004, el matrimonio Bing Geller se mudó a las afueras de Nueva York con los gemelos recién nacidos y hoy están a poco de cumplir 20 años: Jack empezó estudiando finanzas (para decepción de su padre) pero luego se pasó a artes dramáticas por influencia del tío Joey. Erica, en tanto, desde el inicio se encaminó hacia la paleontología (para decepción de su madre), siguiendo los pasos del tío Ross. Los gemelos pasan la mayor parte del tiempo fuera de casa, ocupados con sus clases, pero muchos de sus amigos siguen en el pueblo y cualquiera podría irles con el chisme del mal hábito de su papá. Así que, fuera de la vista de todos, Chandler prendió su único cigarro del año.
Fumar era un ritual para él, asociado a la muerte. Cada vez que se enteraba del fallecimiento de algún amigo al que no veía hace mucho, le dedicaba a su memoria una indulgencia viciosa. Y ayer supo que alguien a quien no conocía en persona, pero que para todos los efectos era un amigo, había muerto de modo súbito. La noticia lo impactó.
Chandler piensa con más frecuencia en la muerte. No es que la desee ni la busque (“un cigarro al año no mata a nadie”) pero se le hacía inevitable, a medida de que con más frecuencia debía asistir a funerales. Primero fue el doctor Green, padre de su amiga Rachel; luego Gunther, el barista preferido de todos, y Terry, el antiguo dueño del Central Perk; la abuelita de Phoebe; la abuela de Joey… La lista de obituarios crecía.
La primera bocanada le recordó los años en que fue el único fumador entre su grupo de amistades, cuando el tabaco no estaba tan satanizado y los chistes no tenían que cuidarse de ser políticamente correctos. Chandler sabe que muchas de aquellas bromas de la década de 1990 que contaba sin miramientos en medio de un café lleno de gente son hoy más impresentables que los cigarrillos. Corren otros y mejores tiempos.
El sarcasmo sigue siendo su superpoder, aunque ya no lo utiliza como mecanismo de defensa. Mónica le enseñó a confiar más en la gente, a no asumir de entrada lo peor, a entender que no todo el mundo opera a la misma velocidad mental que él. Y bajar revoluciones le ha hecho bien.
Desde que se dio la pandemia, Chandler trabaja desde su casa. Sigue vinculado a la misma agencia de publicidad, donde sin proponérselo ha ido escalando posiciones en jerarquía. No le gusta tener personal a cargo, pero aún así maneja a un equipo de jóvenes creativos, a los que ha ido educando musicalmente con el buen rock de los años 90, gracias a un playlist que incluye nombres como Hootie and the Blowfish, Toad the Wet Sprocket, Barenaked Ladies, Paul Westerberg y k.d. lang (aparte tiene otra lista con “placeres culposos”, como la piecita feliz aquella de los Rembrandts que resultó tan quemada que Mónica ya no aguanta que suene en su casa).
Su esposa está muy atareada con su próspero negocio de catering service, por lo que Chandler pasa mucho tiempo solo. Antes se ocupaba acompañando a sus hijos en las clases de fútbol, de arte, en las reuniones de padres de familia, en los comités escolares a los que Mónica lo comprometía a participar, pero ahora el tiempo le sobra y se pasa horas de horas en videollamadas, principalmente con Joey, cuyo oficio goza de flexibilidad de horario, y con Phoebe, quien sigue viviendo sin ponerle atención al reloj.
Como lo había previsto, Chandler tuvo que recibir una temporada a Joey en su casa cuando la aventura actoral de su amigo en California fracasó. La serie de televisión para la que lo contrataron nunca despegó y Joey volvió a Nueva York, donde su compadre lo patrocinó por varios meses hasta que finalmente Broadway le dio la estabilidad. Hoy el actor lleva tres años de estar vinculado a un montaje de esos eternos que atraen a un flujo inagotable de turistas, así que volvió a alquilar un apartamento en Manhattan.
A Ross y Rachel no los ve tanto como quisiera, más allá de las tradicionales reuniones para el Super Bowl, Acción de Gracias y Navidad. Sabe que Mónica y Rachel hablan casi todas las noches y que ellas tienen un grupo de Whatsapp en el que también metieron a una Phoebe que se limita a reaccionar con emojis y stickers de gatitos. Los seis amigos también tienen un grupo colectivo de chat pero en vista de que hay dos relaciones de pareja implícitas, no todos los temas se pueden abordar en ese foro.
Chandler cae en cuenta de que el cigarro ya casi llega al filtro y que la tristeza que sentía esta mañana ya no es tan pesada. Hacía unas horas se había enterado de la muerte de Matthew Perry, uno de sus actores favoritos, alguien con quien se identificaba a partir de sus reflejos humorísticos, de su capacidad de improvisación, del legítimo amor que irradiaba hacia sus amigos.
Chandler tenía años de no pensar en Matthew, a quien nunca conoció en persona. Aún así, al oír de su muerte sintió como si le hubieran sacado el aire y no pudo evitar una lágrima mientras desayunaba. Mónica lo abrazó, aunque sin entender por qué su esposo, usualmente reservado en temas de emotividad, se alteraba por la muerte de un actor que no logró escapar de la sombra de su personaje más famoso, alguien quien al parecer siempre vivió en una constante batalla con los demonios que suelen ir de la mano con el dinero y la fama.
Apagó el cigarro con la suela del zapato y se cuidó de recoger el filtro. Levantó la vista al cielo y sonrió al pensar en Matthew, el amigo al que no conoció pero al que le agradecía tantas horas de risas y cariño. Sabía que donde quiera que estuviese, aquel atormentado intérprete estaría finalmente en paz.
La vibración del teléfono lo sacó del trance. Revisó el mensaje del usualmente inactivo chat grupal y el rostro se le iluminó. Seguramente, Mónica le habló a Rachel del pesar de su esposo y la red de cuido se activó como en los viejos tiempos: hoy todos los amigos llegarían a cenar donde los Bing Geller, con Mónica prometiendo un menú espectacular.
Chandler subió a su carro para enrumbarse al supermercado: necesitaba provisiones. Al prender el motor, de la radio salió la cancioncita esa del I’ll Be There for You y algo curioso pasó: a nuestro buen amigo se le llenaron los ojos de agua, al mismo tiempo que soltó una carcajada con sabor a liberación.