Era 1999 y no solo se veía inminente el fin de una década, sino de un siglo, así que la melancolía era esperable.
A comienzos de aquel año, la cinta Matrix (de culto aparte) ya había culpabilizado a la sociedad como el ente alienante por excelencia. Seis meses después aparecería Fight Club, filme que también se encargó de transmitir la enajenación social, pero con el atrevimiento de realizar su discurso a través de la violencia. Aún no habían ocurrido los eventos del 9/11, pero la masacre de Columbine aún estaba fresca.
La destrucción como voz cantante del largometraje queda clara desde la primera escena. En una ciudad que siempre parece estar escampando, Tyler Durden apunta con un arma a nuestro insomne narrador, a sabiendas de que ambos son la misma persona. Los edificios están inmersos en un claroscuro urbano y, aunque han pasado pocos minutos de metraje, la plástica es envolvente.
Nuestro protagonista sin nombre, interpretado por Edward Norton, es un hombre taciturno. Tiene un trabajo monótono, sufre narcolepsia, y ya ni su terapeuta lo escucha.
Para “minimizar” su naúsea emocional, nuestro narrador encuentra el cielo en grupos de terapia para personas con todo tipo de enfermedades. Al compartir con desahuciados descubre que se le facilita llorar, lo cual también significa su pomada canaria para recuperar horas sueño.
Los grupos de apoyo se convierten en su heroína personal y las noches son plácidas, hasta que una mujer misteriosa llamada Marla también hace de “turista” en estos grupos y le anula su capacidad de llorar.
¿Cuál es la solución al problema? La violencia. Pegarse en la cara, romperle la nariz a otra persona, revolcarse en un charco de sangre en un sótano desconocido. Así comienza el club de la pelea de la cinta, una extraña fraternidad en la que no importa quién gane en la molida a golpes, sino que la destrucción se convierta en sinónimo de victoria.
¡Qué mejor que filosofar a martillazos!
Pero detrás de todos los golpes en la cara, el filme esconde un viaje introspectivo poco soñado. En Fight Club, que cumple 20 años de haber sido estrenada, seguir la premisa del Óráculo de Delfos funciona diferente.
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Un momento extraño de la vida
Chuck Palahniuk llevaba años de intentar publicar una novela llamada Monstruos invisibles, una historia sobre una mujer desfigurada. La editorial rechazó su texto por ser "demasiado perturbador” y a Palahniuk no le quedó más remedio que abandonar la idea.
Pasaron los meses y el estadounidense consiguió trabajo en una compañía camionera, algo que lo hastió rápidamente. Agotado de su monotonía, escribió Fight Club, una historia de un club de lucha clandestino que fue construida con un tono aún más violento que Monstruos invisibles, todo con tal de de fastidiar a su editor. Para su sorpresa, el sello editorial quedó encantado con el texto y recibió el visto bueno. Es más, consiguió que le dieran permiso para ampliar su historia y convertirla en una novela para 1996.
Basándose en experiencias reales, como grupos de apoyo a los que asistía como trabajador voluntario, así como clubes de peleas que conoció en un campamento, Palahniuk esculpió su novela.
Con una voz en off que juguetea con las narraciones clásicas de la nouvelle vague, Palahniuk muestra la perturbada psique de un narrador. El mundo le resulta insuficiente al protagonista, al punto de mirar a la gente que conoce en los aviones como algo tan pequeño como los champús de los hoteles en los que se hospeda a causa de su trabajo como evaluador de una empresa automovilística.
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La historia creció en popularidad y llegó a ojos de Hollywood, donde el guionista Jim Uhls y el director David Fincher tomaron el proyecto para llevarlo a la gran pantalla.
Tras su estreno en cines, la película padeció malas críticas y una baja taquilla, y no fue hasta el lanzamiento del DVD del filme cuando muchos críticos revirtieron su posición y comenzaron las alabanzas para que, al corto tiempo, Fight Club se convirtiera en cinta de adoración.
La mano del director
La película ha envejecido bien, en buena parte gracias a que Fincher es un gran director y pocos pueden atreverse a decir lo contrario. Incluso cuatro años antes había hecho Seven, película que ya comenzaba a tomar tintes de culto.
Fincher se metió en una camiseta nada desconocida para la historia del cine. Unas cuantas décadas antes, otro director había adaptado un libro cuyo tono violento es cardinal en la historia: nada menos que Stanley Kubrick con La Naranja Mecánica de Anthony Burgess.
Al igual que Kubrick, Fincher quiere asegurarse su leyenda y deja muchos huevos de pascua regados en distintas escenas de la cinta: introduce rápidos pantallazos de penes en fotogramas, coloca vasos de Starbucks en casi todas las secuencias... Incluso juega con los desplazamientos de Tyler en escena para asegurarse que la audiencia mínimo deba realizar un segundo visionado de la película para comprobar el giro de tuerca de la historia.
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Además de todas estas golosinas que deja esparcidas en cada escena, Fincher crea momentos inolvidables: la incomparable escena de sexo, el protagonista caminando por un catálogo animado de Ikea, el pingüino en el interior del narrador…
Pero el ícono más grande que deja la cinta es Tyler Durden, ese Brad Pitt musculoso y desenfadado que quedó grabado para siempre en la cultura pop como alter ego del narrador. Tyler se convirtió en un buda moderno, incluso en símbolo de incontables propagandas de izquierdas que utilizan como mantra su frase “las cosas que tienes terminan poseyéndote”.
Incluso, la fascinación de estos grupos llegó a tal punto en que, años después del lanzamiento del filme, hubo un reclamo público contra Brad Pitt por aceptar posar para una marca de ropa interior, aquejándole no ser coherente a lo dicho por su personaje de la película, como si Tyler Durden y él fuesen la misma persona.
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La paradoja
Fight Club quedó a la suerte de su fanaticada. A pesar de que la película pretende ser iconoclasta, míticos planos como el fotograma final de la cinta, así como varias contundentes frases de Tyler sobre el capitalismo se convirtieron en símbolos. Siendo en la mayor parte de su metraje una película que critica el consumismo, Fight Club inesperadamente se transformó en una franquicia que generó millones de camisetas con la cara de Tyler Durden estampada en el pecho.
Revisitar Fight Club en el 2019 da la impresión de que sus fanáticos se quedaron únicamente con el discurso de la primera parte de la película, donde frases como “tenemos empleos que odiamos para comprar cosas que no necesitamos” despotrican contra el sistema capitalista.
Para la segunda mitad del filme, Tyler convierte el club de la lucha en un régimen anarquista que promulga el terrorismo doméstico como liberación espiritual. El personaje encarnado por Brad Pitt convierte a sus súbditos en una organización sistemática donde todos son copias de copias de copias, sin nombre, igual que los trabajadores de oficina que critica en el primer acto de la película.
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De hecho, el proyecto Caos que emprende Tyler es todo menos algo aspiracional: el club se convierte en un culto fascista tan despedazador como el capitalismo que denuncia. “Somos parte del mismo montón de composta”, le grita Tyler a sus súbditos durante la construcción del proyecto Caos, de la misma forma que el jefe de nuestro narrador ve a sus empleados como un chorro de números sin nombre.
Si tarde o temprano la sociedad se va a convertir en lo que el capitalismo quiere, en el proyecto Caos sucederá lo mismo pero con Tyler a la cabeza. Al final del filme, Fight Club declara que, al igual que Tyler y el narrador son la misma persona, el fascismo y el capitalismo son dos caras de la misma moneda.
Además, veinte años después de su estreno, la figura de Tyler Durden se convirtió en un símbolo de masculinidad aspiracional, a pesar de que el filme propone lo opuesto. El propio Palahniuk ha confesado en múltiples entrevistas que el retrato del hombre violento es una sátira.
Decenas de referencias a la emasculación están presentes a lo largo del metraje. En toda la película todos temen que “les corten las bolas”, y en una escena el propio Tyler dice en su tina que "esta es una generación criada por mujeres... Posiblemente la respuesta al problema no sea otra mujer”.
“Estábamos haciendo una sátira", dijo Fincher recientemente a Indiewire. “Decir que esta película se trata sobre volar edificios y ser un hombre ‘de verdad’ es tan serio como decir que El graduado se trata de follar con el amigo de tu madre”.
Lo que sin dudas ha prevalecido en las lecturas de Fight Club es que, cualquier otro producto que se atreva a cruzar identidades en una misma persona, será comparado con este título.
Su enigmático final –que muy posiblemente no necesita ser rebuscado para ser descifrado– deja una imagen sentenciada a ser fondo de pantallas de teléfono y computadoras, así como un leitmotiv definitivo para la cinematografía del siglo 21.
Ya lo había profetizado Chuck Palahniuk en la primera página de su libro. “En realidad, esto no es la muerte”, le dice Tyler a nuestro insomne narrador mientras le mete la pistola en su boca”. “Seremos una leyenda; no envejeceremos”.