Aún no sé si escribir que el actor Sacha Baron Cohen, comediante mediocre, es lobo con piel de oveja u oveja con piel de lobo. Lo cierto es que es capaz de engañar aún a muchos críticos de cine, como lo hizo con su filme Borat (2006), luego un tanto menos con Bruno (2009, que no he visto) y, hoy, de nuevo con El dictador (2012): más de lo mismo.
Pareciera que a algunos les resultan desternillantes sus películas. Otros, los menos, denunciamos que, tras las aparentes sátiras fílmicas, lo que en realidad sobresale es mucha chabacanería adobada con sal gruesa. De pronto, logra secuencias que unen a los espectadores con carcajadas; luego, queda claro el marco de estupidez en que dichas secuencias se plantean.
El dictador es filme donde –por ningún lado– encontramos una historia propiamente dicha. Solo tenemos el suceder de acontecimientos superfluos y mal ordenados, o sea, es una cinta con un guion farragoso, con más huecos que un queso gruyer (“semeja un queso gruyer carcomido por la metralla”, se dice).
La película tiene un medio argumento como pretexto, excusa para ejercitarse en el humor chabacano, racista, misógino, escatológico y falsamente provocativo en términos políticos. Es una idea temática más que un núcleo argumental, con pésima definición de personajes y peores actuaciones.
Risa fiestera. El planteamiento de situaciones toscas, fáciles y de sexo tonto, con sus correspondientes diálogos cada vez menos inteligentes, lo único que busca es detonar en el espectador la risa fiestera. Los tonos políticos, de sátira vergonzante, son para atraer el aplauso de los críticos de cine.
La sátira no es asunto comercial. La sátira se establece –si se quiere– con cierto odio hacia lo que se cuestiona. Así sucede en la buena literatura y también sucede en el buen cine.
Con el primer caso, podemos mencionar a George Orwell o a Jonathan Swift, por ejemplo. Con el segundo, a cineastas como Pedro Almodóvar, Spike Lee o Marco Ferreri.
Con Sacha Baron Cohen y su director, Larry Charles, no hay ese sentimiento de tirria o indignación que dé unidad a sus películas. En El dictador , los personajes andan por ahí sueltos, enorme traspié narrativo, y resulta un filme cargado de improvisaciones a cada rato, unidas entre sí como con saliva. La película deviene en relato donde nada parece planeado y donde solo tenemos ocurrencias.
Con calzador. Los chistes crueles y fáciles en contra de las mujeres, los árabes, los inmigrantes latinos, los negros y cuanta minoría haya, se semejan a los “chiles” cantineros que aquí oímos sobre suegras, nicaraguenses, minusválidos u homosexuales y lesbianas. El público se ríe, ¡ni modo!, pero –entendámoslo– es humor enlatado y pasado por el cuento de que así “opina” el personaje.
La penuria escénica en El dictador no es pobreza evangélica: es escasez de ideas dentro de la dirección artística y la producción. De ahí en adelante, todo parece metido con calzador e insisto en las pésimas actuaciones. Es mala parodia que se muerde la cola sin fin.
Esta película se plagia a sí misma con total descaro y peores resultados, que es síntoma del mal gusto entre otros despropósitos. Es filme esquemático y superficial, donde uno se cansa de tragar píldoras de vulgaridad, sin pulso narrativo, y cuyo éxito comercial es índice de lo mal que andamos en cultura cinematográfica e, incluso, en cultura general.


