Martin Scorsese nació en 1942, nieto de inmigrantes sicilianos. A punta de títulos de los mejores (con excepciones fáciles de detectar), Scorsese se ha ganado el respeto internacional como realizador de cine. De él, se exhibe una película que ha resultado, más bien, polémica: Silencio (2016).
Se cuenta que, en alguna ocasión, le preguntaron al señor Scorsese sobre qué le hubiese gustado ser en lugar de guionista y director de cine, a lo que respondió: “sacerdote o gánster”, temas que han estado presentes en su filmografía.
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No dudo en creer que el mejor filme de Martin Sorsese lo es Toro salvaje (1979), sobre la vida del excampeón mundial de boxeo Jake La Motta, mafia y boxeo como temas, donde aparece al final una reflexión desde el Evangelio. Ahora, Silencio es un abordaje total al asunto de la fe religiosa.
Con definida espiritualidad, más bien estorbosa para el desarrollo narrativo, con base en la novela del japonés Shusaku Endo, Scorsese vuelve sobre dudas que había abordado en La última tentación de Cristo (1988), entonces basado en la novela del griego Nikos Kazantzakis.
El argumento de Silencio gira sobre la fidelidad religiosa, al grado de la introspección psicológica del creyente, sobre la sensación del abandono humano por el dios respectivo y sobre el papel de las misiones católicas como acto de fe.
En este caso, la historia se concentra en dos sacerdotes, misioneros jesuitas, quienes salen hacia Japón en búsqueda de un tercero: este ha abandonado las comunidades católicas y se ha plegado al budismo de la región, tras sufrir las torturas que se daban contra los católicos.
Las misiones eran estimuladas por el Vaticano ante presiones de Portugal y España y, la verdad, para estos países solo eran mampara para extender sus dominios políticos y sus mercados. De esto, el filme hace apenas referencia.
“Silencio” es un texto bien logrado, bien hilvanado y mejor retratado, con innecesaria morosidad, sobre el discurso católico de quien lo predica: el misionero. Sin embargo, el resultado cualitativo de la película viene a menos porque Martin Scorsese hace de ella, sin necesidad, un discurso religioso.
Toda película tradicional se presenta como historia, no como discurso; sin embargo, es discurso, de una manera u otra. En Silencio esto sería anecdótico, pero a Scorsese el tema se le escapa de la mano. Así, su insistencia por mostrar el valor de las misiones católicas frente a la crueldad budista en el Japón feudal, esa oposición repercute de manera negativa en la entraña del filme.
Al suceder eso, también se afecta el desarrollo dramático de la película y se provoca su irregularidad. Por más que Scorsese defienda las misiones jesuitas, no logra evadir un punto: ¿eran necesarias en regiones donde se practicaba un pensamiento valioso como lo es el budismo?
El filme muestra a los gobernantes budistas y a sus bonzos como tipos crueles, lo dice tanto que más parece la fábula del pastor y su grito de “ahí viene el lobo”. En todo caso, Silencio mantiene una importante brillantez formal y una actitud creativa que no se puede ignorar, sobre todo desde el singular dominio de la concepción escenográfica.