Así es, la crítica de hoy va por la película Apuesta máxima (2013), dirigida por Brad Furman, de quien sé tanto como él de mí, aparte de que ha hecho tres películas y yo ninguna. No importa. Con la crítica, vale lo que podamos decir de un filme antes que la vana erudición cinematográfica.
Es interesante decir que la trama de Apuesta máxima acontece en Costa Rica; sin embargo, es película filmada en Puerto Rico, donde –por magia del cine– los ticos hablamos con otro acento, allá toman cerveza Imperial y dicen un “pura vida” algo enredado. Igual, hay que reconocerle puntos a la dirección artística.
No solo por las cervezas y los “pura vida” en los bares, sino también porque los policías usan iguales uniformes a los de aquí y los taxis son idénticos, detalle más, detalle menos. Es lo evidente; aunque, entre otras lindezas, el aeropuerto queda en San José y es horrible, amén de que las playas también son josefinas y aquí todo el mundo habla inglés.
El argumento es sobre esa peligrosa mafia de las apuestas por Internet y todo lo que de ahí se revela como consecuencias. En un momento, cuando alguien viene de Estados Unidos, otro personaje le señala que Costa Rica es “un paraíso de apostadores”. ¿Qué opinan?
Cuando ese personaje llega a San José, para cobrarse una estafa que le han hecho por una apuesta máxima por la red, encuentra un mundo lujurioso, de mujeres bellas (“¡qué lindas que son las ticas!”): prostitutas en revolcones con extranjeros o con las propias autoridades del país.
En ese momento, dicho personaje pasa de cobrarse el engaño con la apuesta a ser parte de los estafadores organizados, encabezados por un tipo sin escrúpulos (¿quién los tiene en ese medio?). Este mafioso, llamado Iván, va encarnado por Ben Affleck, tan mal actor como siempre o, si se quiere, peor que siempre.
Justin Timberlake (como Richie) es el joven estafado que se ve en la vorágine mafiosa. No actúa mal. Ambos se pelean el amor de una muchacha llamada Rebeca, bello rostro y pésima actriz: Gemma Arterton.
Al rato, el asunto de las mafias en nuestro país resulta tan incontrolado y la corrupción es tanta que debe venir el propio FBI a poner orden. En Costa Rica, toda autoridad es comprable con pocos o muchos dólares y con mujeres, según el filme. Esto se muestra de manera reiterada.
Con todo, no es ese aspecto lo que vuelve malo y rutinario el filme. Su dirección está puesta en neutro, como quien no quiere la cosa. El montaje es arbitrario y el ritmo es una especie de subibaja. Las actuaciones de los secundarios van de peores a fatales (sobre todo las de los actores latinos). La música es entre cajonera e inútil y sirve bien poco para crear atmósfera alguna.
Lo peor es el guion de Brian Koppelman y David Levien, esquemático: si acaso propone algo sin desarrollarlo (comienza bien, pero rápido se quema el pan en la puerta misma del horno). Todo es superficial, como resbalar sobre tablas enjabonadas sin chollarse las nalgas.
En fin, no veo una sola razón cinematográfica para recomendar esta película; se exhibe sin publicidad alguna, como con vergüenza por parte de los distribuidores, pero ha de ser por lo que el filme dice del país, que por mala calidad aquí se exhiben montones de películas.