El discurso de David Lynch para recibir el Óscar debía ser tan enigmático como su obra. Tras una gran ovación de pie por parte de grandes nombres de Hollywood, el cineasta de imperdible cabellera blanca subió al pedestal, abrazó a sus adorados actores Kyle MacLachLan y Laura Dern y recibió el premio que se le negó después de una vida de películas que solo él podía hacer.
El aplauso duró más que el discurso. Lynch soltó solo veinte palabras de agradecimiento para finalizar diciendo “tienes una cara bonita”; la audiencia estalló en una risa cómplice a sabiendas de que el bandido de 71 años nuevamente se salía con la suya. ¿A quién iban dirigidas sus palabras?
El cine de Lynch ha sido eso mismo: dejar preguntas. Buenas preguntas. Preguntas que son tan buenas que no necesitan respuestas pues sugieren lo más profundo de nuestros miedos y pesadillas. Siendo así su cine, ¿quién quiere ver lo peor de sí mismo?
Viajes oníricos garantizados
Lynch siempre está un paso adelante de su audiencia, de sus productores, de sus actores y hasta de quienes tratamos de escribir sobre él. Esto, a su vez, es un alivio a la hora de enfrentarse a su obra, una que no admite los reduccionismos que muchos prefieren utilizar, como “el hombre del cine de las pesadillas".
Aún así, no hay mentira en decir que, como las pesadillas, Lynch es un fanático de lo grotesco, de lo incómodo. Su mirada, cargada por la meditación trascendental que practica, pone en imágenes los sentimientos más nauseabundos del ser humano.
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Su primera película, Eraserhead (1977), comenzó como su proyecto estudiantil. Aborda la poco convencional de Henry Spencer, un hombre con posiblemente el peinado más reconocible que nos ha dado el cine. En su mundo de sombras y cargas claustrofóbicas, Spencer visita a su pareja que ha dado a luz a un ser espantoso.
Fue una historia grabada con todo su ser donde, a pesar de lo onírico que aparentan ser las imágenes en pantalla, todo resulta demasiado mundano a través del prisma de Lynch.
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Ese comienzo tan disparatado y atrevido fue la declaración de intenciones de una carrera donde los cánones cinematográficos no importarían. A Lynch nunca le han interesado los “gurús” del guion cinematográfico que hablan de arcos narrativos, incidentes incitadores y puntos de giros; sus películas son garabatos que, puestos uno encima del otro, crean obras maestras.
Lynch mantuvo ese carácter que muchos calificaron de “experimental” (a falta de etiquetas) con El hombre elefante (1980) y posteriomente con dos cintas un poco “más aterrizadas” como lo fueron Dune (1984) y Tercipelo Azul (1986), este último convirtiéndose en clásico de culto donde el cineasta transformó el convencional thriller policiaco en un viaje surrealista de villanos inolvidables.
Construiría nuevamente otro grotesco antagonista con William Dafoe en Corazón salvaje (1990) y tendría la pasta suficiente para emprender una de las mejores series de la televisión: Twin Peaks, donde la palabra villano queda corta al saber de las fuerzas malignas que contraponen a los héroes de la serie.
Twin Peaks significó un parteaguas en la televisión pues la era dorada nunca hubiese existido sino fuese porque Lynch importó los códigos cinematográficos a la pantalla chica. La TV nunca más sería un culebrón telenovelesco sino que tendría multicámara, angulaciones nunca antes vistas, desplazamientos y una historia de crimen en la que lo que menos importa es quién es el asesino de la trama principal.
Para 1991, la serie fue cancelada con uno de los mayores cliffhangers de la historia de la T. V, pero en el 2017 Twin Peaks se reinició para su temporada final. Así como en los noventa Lynch revolucionó la pantalla chica, en pleno siglo XXI realizó la continuación de Twin Peaks con una película de 18 horas que fue emitida en fragmentos dominicales. ¡Incluso la revista Cahiers du Cinema catalogó Twin Peaks como el mejor filme del año!
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Solo ese mago que desvela pesadillas en estado de vigilia dio también en los 2000 dos de las más importantes obras que se cuentan en nuestro siglo. En el 2000 lanzó Mulholland Drive, considerada por muchos como la más importante película en los últimos veinte años; y Inland Empire (2006), una infernal travesía de tres horas en las que, aparentes historias inconexas, se convierten en una trama de terror en la que el maestro muestra su consagración como director y escritor.
En ambas cintas, la acción pesadillesca sucede en Los Ángeles, la tierra que germina las historias del sétimo arte que alcanzan a todo el mundo. El proceso creativo, las relaciones familiares, las aspiraciones personales y la ansiedad por el futuro no pueden ser representadas de otra forma más que con lo horrendo.
De la misma manera en que la música necesitaba la disonancia y la atonalidad para abrir mundos de posibilidades, el cine requería de líneas torcidas que “irrespetaran” la gramática que las escuelas de cine más conservadoras prohibían.
El Óscar honorífico a su carrera —una que también gozó de la prestigiosa Palma de Oro y el León de Oro— solo demuestra la gratitud que el cine como arte le debe a este señor de fascinaciones extrañas. Lynch no necesitaba un Óscar; el Óscar necesitaba a David Lynch.