Al secuestrado no le queda más que la vista. Está maniatado, con la única libertad de mover los ojos de un lado a otro hasta que, de repente, fija su mirada en el cielo.
Sí, está lejos de casa. Sí, está del otro lado del mundo. El firmamento le habla en silencio y le revela secretos... Es así como reconoce su espacio en el planeta: está en la húmeda pampa argentina.
Esta es posiblemente la escena más lírica de los 840 minutos que componen La flor, la odisea fílmica argentina construida por Mariano Llinás durante diez años y que vio luz en el 2018, en estrenos que dependían de tres días para lograr separar una obra inabarcable en una sola sentada.
A la altura de esta bellísima escena del secuestrado, han pasado más de cinco horas de visionado. Puede que la espalda resienta estar sentado tanto tiempo, pero no importa; como un cuento de Jorge Luis Borges, la fantasía y el lirismo se mezclan y terminan de convencer al espectador de que La flor es un proyecto único y posiblemente es de lo más atrevido que se ha hecho en Latinoamérica.
¿Cómo se vive un filme de 14 horas? Pues hoy, en tiempos de amenaza ante el nuevo coronavirus, es un gran chance para descubrir una experiencia cinemática única que cambiará definitivamente la forma en que se mira al sétimo arte.
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Entendiendo el fenómeno
Sí, 840 minutos suena como un número agresivo a la hora de enfrentarse al minutaje de un filme. Si la magnífica El irlandés de Martin Scorsese provocó alergias en algunos por su duración de tres horas y media, La flor provoca repulsión en el espectador promedio.
Justo esa incógnita puede ser la principal razón para entrar en su juego: ¿por qué existe una película tan larga?
Pues para comprender su fenómeno, conviene saber su premisa.
La flor es una antología de seis historias protagonizadas por cuatro mujeres: Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa, pertenecientes a un colectivo teatral llamado Piel de lava.
Llinás, el director y escritor de la obra (aunque siendo francos, el guion se fue definiendo sobre la marcha), se obsesionó con las cuatro actrices y solo encontró una manera de sacarles el provecho deseado: irse a grabar diez años con ellas.
“De hecho, a mí lo que me gusta del cine es grabar. No me gusta cuando termino una película. Si pudiera, yo seguiría grabando La flor toda la vida”, dijo Llinás en una entrevista para la organización del Festival de Cine de Buenos Aires.
Ante tal fascinación, ¿cómo podía sacarle jugo a estas intérpretes? Pues colocándolas en distintos roles. Así fue como Llinás construyó un filme multigénero a través de sus seis historias.
Basta darle “reproducir” a la película y, como magia, el propio Llinás aparece en una banca de parque para darle la bienvenida al público.
El director explica, mediante un dibujo que pretende parecerse a una flor, la estructura del largometraje y sus seis historias.
El primer relato es una suerte de homenaje al cine de serie B estadounidense, con una historia sobre una momia con extraños poderes; le sigue un musical, pero uno muy distinto, en el que un misterio se esconde entre las canciones; posteriormente, llega el que para quien escribe estas líneas es la mejor historia de todas: un relato de espías.
El acto siguiente es una interesantísima reflexión sobre el cine mismo en el que se rompe la cuarta pared, con las actrices y el director mostrando la complejidad de construir una obra como esta; la quinta historia es una reimaginación de “una vieja película francesa”, según dice Llinás, refiriéndose a la cinta Partida de campo de Jean Renoir; y finalmente se presenta un relato experimental sobre indígenas y mujeres.
Pero eso no es todo: algo particular es la decisión que toma Llinás a la hora de escribir las historias. Para lograr dibujar esa flor imaginaria, las primeras cuatro historias empiezan, pero no acaban. La quinta empieza y termina, y la última historia solo concluye; todo un reto para el espectador y un desafío para las convenciones del cine a las que se acostumbran.
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¿Pero por qué no es una serie?
La discusión sobre el cine mismo nunca acabará y, en criterio de este servidor, las críticas y controversias son motivo de alegría para mantener vivo al sétimo arte.
Con el cine incipiente de los 1900, era impensable que un filme durase dos horas, el tiempo promedio de una película actual. Ya han pasado más de 100 años de cine y las posibilidades sobre cómo construir una película se han extendido.
¿Que pudo ser una serie? Posiblemente. Hay motivos para argumentar a favor de un visionado aún más interrumpido que el de tres partes que ocurrió en el estreno en salas de La flor.
Pero si algo dejó la polémica en torno a la duración de El irlandés es cómo el cine no solo es fondo sino forma. Por ejemplo, en dicho filme de Martin Scorsese, la historia atraviesa cuatro décadas de vida de los protagonistas, en una experiencia muy difícil de sentir si el visionado es interrrumpido.
Con La flor no es distinto. Es una cápsula del tiempo que aísla y abre posibilidades para nuevas formas y experiencias de vivir una de las expresiones de mayor consumo mundial.
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¿Podría ser un híbrido entre serie y película? Es otra posibilidad. Twin Peaks, la producción de 18 horas de David Lynch que fue seleccionada por la revista Cahiers du Cinema como mejor largometraje de la década, deja en claro que el arte se puede celebrar de muchas formas.
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Para su visionado en tres partes (naturalmente se puede pausar a su antojo) la plataforma Grasshopper ha habilitado el filme. Si quiere comprobar o refutar todo lo dicho, queda este gran banquete cinemático servido en seis jugosos platos. ¡Provecho!