Gene Wilder un buen día decidió retirarse. No hizo conferencias ni discursos. Un buen día, el hombre que siempre estuvo ahí simplemente desapareció.
Lo noticioso de la muerte de este genio de la comedia fue enterarnos de que seguía vivo, pues muchos simplemente habíamos dejado de pensar en él mucho tiempo atrás. En el 2003 actuó por última vez, y se fue para la casa con un premio Emmy bajo el brazo.
Dedicó sus últimos años a escribir y a rechazar ofertas de cine y televisión. Sus años a la sombra también fueron de intenso activismo, con muchísimo esfuerzo dedicado a la investigación del cáncer luego de que esa enfermedad se llevara a su esposa, la actriz Gilda Radner, en 1989.
Hace tres años, Gene supo que tenía Alzhéimer. Decidió mantener su condición en secreto, no por vanidad, sino porque quiso evitarle tristezas a las generaciones de niños que asociaron su cara por siempre con Willy Wonka, el chocolatero.
Hoy no pasa un día sin que veamos en Facebook alguna variable del eterno meme con Wilder en su papel de Wonka. Sin embargo, reducir su carrera a su papel más emblemático sería grosero.
Wilder fue un genio de la comedia y uno de los tipos más humanos de los que Hollywood tenga memoria. De su pluma nació el guion de la magnífica El joven Frankestein (dirigida por su amigo Mel Brooks), y las tres películas que filmó al lado de Richard Pryor consolidaron la fórmula del dúo de comedia interracial que a la fecha sigue gozando de buena salud en la industria del entretenimiento.
Gene Wilder fue un actor, guionista y director dos veces postulado al Óscar. Al recordarlo, es inevitable hacerlo sin una sonrisa: cabello siempre desordenado, ojos que lo decían todo, cara de broma aún en las situaciones más serias.
Gene Wilder se apartó del mundo porque no podía hacernos llorar.