Vivió, fascinó y murió. Todo el mundo quería ser él; hasta él, si no hubiera sido él, habría deseado ser él. Es que era tan, tan…como decirlo, tan: “¡aaaahhh!!!”. Siempre bien puesto, hecho un “cromo” en los personajes más inverosímiles: vagabundo, borracho, solterón, científico loco, malandrín, héroe, bravucón o lo que fuera.
En uno de los diálogos de la película Charada , que protagonizó con Audrey Hepburn, esta le dice: “¿Sabes lo que tienes de malo?...¡Naada!”
Por eso, solo a Cary Grant se le perdonaba cobrar 25 centavos por cada autógrafo y ser un amarrete, un pinche, un codo…un fenicio capaz de vender a su madre a crédito.
Y es que Grant odiaba a su mamá Elsie porque un día, a los nueve años, regresó de la escuela y no la encontró en la casa. Durante 20 años pensó que ella lo había abandonado, hasta que se enteró de la verdad: estaba internada en un manicomio.
Resulta que su padre, Elías Leach, era un incorregible mujeriego y con tal de vivir a sus anchas con la amante de turno, decidió encerrar a su esposa en un asilo para locos y nunca le dijo nada al pequeño Archibald Alexander, nombre con que lo conocían en Bristol, ciudad inglesa que lo arrulló desde el 18 de enero de 1904.
Pero ya el daño psicológico estaba hecho, y él arrastró siempre una marcada desconfianza hacia las mujeres y un temor infantil al abandono, según mencionó Marc Eliot en una biografía del actor: “En todas mis esposas busqué a mi madre y me encontré con sus defectos”.
Elsie era una buena mujer; John, el hijo mayor, murió a raíz de una gangrena por majarse el dedo gordo de la mano; por eso ella sobreprotegió de manera obsesiva a Archibald, tanto que a duras penas lo envió a la escuela. “Mi madre intentó asfixiarme con su amor”, confesó a Eliot.
“Encantador, ingenioso, atento, distinguido y elegante, Cary Grant fue un ícono de la pantalla de sienes plateadas, que encarnaba todo lo que una estrella de cine debía ser” escribió Nancy Nelson en Conversaciones con Cary Grant .
Esa era la máscara del histrión, pero más allá del maquillaje, los trajes caros y la flor en el ojal, palpitaba un hombre vulnerable y sometido a las borrascas de un espíritu torturado por sus demonios.
Durante tres décadas, de los años 40 a fines de los 60, reinó en la comedia romántica americana; labró su propio mito a punta de galanterías, sorteó los avatares de una infancia miserable y se abrió paso a codazos en el firmamento de Hollywood.
Cary Grant pasó con nota perfecta por las pantallas; ni sus enemigos –si es que los tuvo– encontraron una película que fuera siquiera regular. Reinó en todos los géneros cinematográficos, encarnó los personajes más impensables y trabajó con los más grandes directores, desde George Cukor hasta el intratable de Alfred Hitchcock, que lo dirigió en cuatro filmes y se dejó decir: “Podría actuar con la cara manchada de huevo y seguiría pareciendo tan fascinante como siempre”.
No era un ángel
Cary Grant estaba, como dicen las mujeres, “de muerte lenta”; nadie –de aquí hasta la constelación de Andrómeda– ha lucido como él un esmoquin. Hasta en “chancletas” estaba de comérselo a cucharadas.
Con su aire refinado y sonrisa seductora embrujó durante décadas a hombres y mujeres, que abarrotaban las salas cinematográficas para verlo en alguna de sus 70 películas, donde derrochaba gracia y salero.
Pero no siempre fue así. Vivió una infancia llena de privaciones, matizada apenas por una precoz vena artística y creativa. El padre era un borracho y un tarambanas que lo cosía a palos; a los 13 años Archibald medía casi 1.90 metros y antes de cometer parricidio mejor lo mandó a freir churros y se enroló con Bob Pender´s Troupe. Este era un teatrucho itinerante donde aprendió todo tipo de bailes exóticos, mímica, magia, piruetas, acrobacias y maromas que le serían de utilidad cuando llegó a Hollywood.
En 1920 fueron contratados para unas presentaciones en Nueva York y el jovenzuelo decidió quedarse en Broadway; mientras la “pulseó” por todo lado y se buscó un trabajo como “hombre anuncio” y vendedor de corbatas.
Probó suerte en las comedias musicales Golden Dawn o Nikki que lo conectaron con la fábrica de estrellas y ahí firmó un contrato, en 1932, con la Paramount, que de un plumazo le cambió el nombre a uno acorde con su prestancia: Cary Grant.
El novel actor hizo de segundón en La Venus Rubia , al lado de la estrambótica Marlene Dietrich; pero fue la curvilínea y desbocada Mae West la que exigió su presencia en Lady Lou y No soy un ángel . Sería ocioso explicar las razones que tuvo la explosiva actriz, para impulsar la carrera de Grant.
Cary entró como un zorro al gallinero de Hollywood, armado de un carisma sin par, desenfadado, una mirada de inocencia, elegante hasta la pared de enfrente y un hoyuelo en el mentón que ninguna mujer podía mirar sin babear.
Pronto se subió al tranvía de las estrellas y se abrió paso en la varilla entre luminarias del fuste de Gary Cooper, Fred Astaire, Carole Lombard, Katherine Hepburn y filmó a las órdenes de los más respetados cineastas.
En unos años fue el galán de moda, con una versatilidad pasmosa para interpretar todo tipo de personajes, desde los cómicos hasta los dramáticos, y en ellos mezclaba los claroscuros de su particular personalidad: jovial, enamoradiza, fantasiosa, pero vacía interiormente a causa de sus traumas infantiles.
Se casó cinco veces con: Virginia Cherril; Barbara Hutton; Betsy Drake, Dyan Cannon –con quien tuvo a su única hija Jennifer– y Barbara Harris, a quien le llevaba 47 años.
A sus depresiones le agregó el exceso con la bebida; uno que otro intento de suicidio; consumió LSD, agresiones domésticas a sus esposas, gigoló en sus años mozos y una extraña relación con el conocido homosexual Randolph Scott, con quien compartió apartamento durante años según ellos para ahorrar en el pago del alquiler.
Vivir para gozar
En ningún lugar y más en Hollywood pueden ver un pobre acomodado. Al buenazo de Grant lo tildaron de bisexual, gigoló, chuchinga, drogadicto, borracho y roñoso.
Y es que era proverbial su cicatería. Cary era un apostador contumaz en las carreras de caballos, pero solo gastaba dos dólares; jamás revelaba lo que ganaba y se quejaba porque debía pagar impuestos –según él– del 81 por ciento sobre sus ganancias, cifradas en aquellos años en $3 millones por película.
Nunca pudo superar sus años de pobreza extrema, vivió con la idea de quedar en la ruina y en todos sus matrimonios firmó contratos prenupciales, para cuidar la plata.
A su primera mujer, la actriz Virginia Cherrill –la cieguita que vendía flores en Luces de la Ciudad de Chaplin– le daba una mensualidad de $125 porque según él con “eso le bastaba y le sobraba antes de conocerme”. Tras el escabroso divorcio, en 1935, el juez le concedió a Cherril $50 mil.
Mientras estuvo casado con la multimillonaria Barbara Hutton discutía con ella porque tenían 29 criados y para ahorrar organizaba fiestas los fines de semana cuando la servidumbre estaba libre y obligaba a sus invitados a cocinar, lavar los platos y acomodar los muebles. Vale anotar que Grant fue el único de los siete maridos de “la chica del millón de dólares” que no le chuleó un centavo.
La cuarta mujer, Dyan Cannon, lo acusó de zopapearla y encerrarla en un closet para que no saliera a la calle con “enaguas cortas”.
Con esa actitudes machistas intentaba ocultar sus pasiones sexuales, que según Marlene Dietrich merecían un “suspenso por marica”. En Hollywood todo se vale cuando un actor empieza y ocupa un “empujoncito”.
Algunos biógrafos aseguran que Mae West tenía una agencia de gigolós en Nueva York y Cary era el bombón de su catálogo de “escort”, donde pulió su estilo y elegancia para vestir.
Incluso, las lenguas venenosas del vertedero cinéfilo, aseguraban que Grant tenía ciertas confianzas con Orry-Kelly, el celebérrimo diseñador de modas de las más rutilantes estrellas del cine, y este le montó sonadas escenas de celos.
Los relacionistas públicos idearon truculentas campañas para presentar a Cary Grant como un garañón; en un reportaje periodístico lo llamaban “el atleta consumado”, por sus acrobacias eróticas.
Una de sus víctimas fue Sofía Loren, a quien sedujo en Orgullo y Pasión ; él le prometió dejar a su esposa Betsy Drake, pero la Loren estaba muy enamorada de Carlo Ponti y prefirió un pájaro en mano.
Pese a su innegable talento, Grant nunca ganó un Óscar por rebelde; pero –según el crítico Luis Bonet– porque “la estatuilla estaba destinada a actores que hacían de enfermos, malos o parapléjicos y eso era algo que con él no iba”.
Cary Grant centró su vida en la riqueza y la fama; si bien era uno de los actores más acaudalados del mundo cuando murió – el 29 de noviembre de 1986– hallaron en su cadáver un raro amuleto que le recordaba sus años de miseria: un pedazo de mecate viejo.