GDA/El País/Uruguay.- “Va a haber que conseguir una barca más grande”, le dice el jefe de policía Martin Brody al locazo de Sam Quint cuando acaba de ver el tamaño de la presa que andan buscando. Y no se puede estar más de acuerdo.
El 20 de junio se cumplieron 45 años del estreno mundial de Tiburón, la película de Steven Spielberg que a esa altura de la anécdota es también el momento en que los espectadores descubrimos el tamaño del animal, que ya tenía una generación aterrada en las butacas de los cines. Y, para esa generación, la playa se convirtió, mágicamente, en un paseo aterrador.
Basada en una novelita prolija de Peter Blenchey, que a su vez se inspiraba al nivel del descaro en Un enemigo del pueblo de Ibsen, Spielberg construyó una obra propia. Tenía ciertas similitudes, que entusiasmaron al director cuando se hizo con el guion, con Duel, su película en la que el tiburón era un camionero loco. El proyecto estaba destinado a otro director (el intrascendente Dick Richards), pero Spielberg se lo apropió.
La película sigue la odisea de un hombre, ese jefe Brody que interpretaba Roy Scheider, que intentaba convencer a los mandamases de un pequeño balneario del acecho de un tiburón. Está empezando la temporada, así que los funcionarios prefieren el camino de la negación y la conveniencia comercial y no alertar a la población.
Sólo un grupo de “inadaptados” puede ir contra eso. Y allí están Brody, el sheriff que le tiene miedo al agua; Quint (Robert Shaw) que está locazo desde que vio cómo los tiburones se comieron a sus camaradas del USS Indianápolis, y Matt Hooper ( Richard Dreyfuss ), un científico. Son tres estereotipos que funcionan perfecto.
El rodaje en Martha’s Vineyard (aunque algunas escenas son del océano Pacífico haciéndose pasar por el Atlántico), había sido, ya de por sí, toda una aventura. Primero la decisión de filmar en alta mar, como una manera de imprimir un realismo que la piscina que le quería construir Universal no le iba a aportar. El presupuesto, además, estaba al borde del colapso, y la primera prueba de cámara del pescado mecánico (al que coloquialmente llamaban Bruce) fue un fracaso enfrente de los productores.
Fue ahí que Spielberg tomó la decisión de limitar la exposición del monstruo. Eso no lo hace menos terrorífico gracias a la música de John Williams, quien con una partitura de cuerdas recurrente transmite mucho más que mil imágenes: al escucharla uno ya sabe quién anda en la vuelta y que eso no está nada bien. Fue, además, el comienzo de una asociación larga y fructífera entre Spielberg y Williams, y uno de los tres Óscar a Tiburón junto con el de sonido y edición.
A pesar de su éxito y de la estructura industrial que la promovió, desde la actualidad (está disponible en Netflix), Tiburón se sigue viendo como una película de presupuesto y actitud independientes, de un director joven que, tempranamente, ya hacía alarde de su talento. La escena en las que Brody intenta explicarle el peligro a los funcionarios arriba de una balsa y la siguiente, la del ataque en la playa abarrotada, son dos muestras de lo amplio del uso de los recursos narrativos que ya tenía Spielberg.
Y todo está al servicio de asustarnos con un animal suelto que resume todos nuestros miedos más primarios. Y lo hace a puro cine.