Ambos son leyendas, pero de calibres diferentísimos: Gabriel García Márquez (1927-2014), el escritor, se convirtió en un mito universal de la literatura latinoamericana; la soda Palace (1929-1999), el centro de tertulias josefino, persiste en la memoria bohemia de este país que es como un pañuelo. Juntos, hicieron historia el sábado 7 de abril de 1979; claro, poquísimos lo saben.
Sin mayor aviso, García Márquez arribó a Costa Rica el viernes 6 por la noche con una intención clara: reunirse con Rodrigo Carazo, presidente de la República, para ponerlo al tanto de los avances de un movimiento en defensa de los derechos humanos. Entonces, el autor de Cien años de soledad (1967) y El otoño del patriarca (1975) promovía una iniciativa en ese campo llamada Habeas. Fue una visita de 40 horas; partió el domingo 8, a las 11 a. m.
Para entonces, el colombiano ya era celebérrimo, así que no duró mucho tiempo como incógnito.
A la redacción de La Nación llegaron dos campanazos que hicieron al periodismo Enrique Tovar salir en carrera hacia Alajuela, pues el cronista nacido en Aracataca se encontraba en el Club de Leones. Asistió por invitación del presidente a la conmemoración de la Batalla de Rivas. Al llegar, Tovar encontró un gran alboroto y a un gentío que escuchaba al conocido autor “como si fuera un profeta”.
El reportero tico tuvo suerte; un afable García Márquez le concedió una entrevista. Carazo se los llevó a su casa en Escazú y durante tres horas conversaron y tomaron café. “Le tenía alergia a las grabadoras. Me dijo: ‘Si enciende la grabadora, me callo’. Fue a pura libreta y lapicero. Lo recuerdo como un hombre sencillo, humilde, seguro de él; le encantaba hablar con la gente, lo disfrutaba, pero le gustaba la conversación, no un monólogo”, recuerda Tovar.
Aunque improvisada y en construcción, la agenda de actividades del escritor aquí no le daba respiro. Hubo reuniones con el gobierno, entrevistas, fiesta y convivios con el medio literario costarricense. Fue precisamente en el festejo nocturno en casa de Francisco de Mendiola donde el dramaturgo Daniel Gallegos lo conoció.
Fue pura suerte: estar en el lugar correcto a la hora correcta. Gallegos estaba con unos amigos y lo convocaron al ágape.
La afinidad literaria hizo que Gallegos terminara despertando a Alberto Cañas y convidando a Samuel Rovinski para juntos armar una amena conversación con el periodista colombiano.
La noche les cerró muchas puertas, pero siempre quedaba la soda Palace. “Terminamos en la Palace, tan típico. García Márquez era un hombre muy amable, abierto y simpático. Estuvo muy a gusto; incluso, llegaron unos guitarristas. Hablamos de literatura y contamos anécdotas; recuerdo que contó la historia de un hombre que vio en un embarcadero y que, cuando se abrió el abrigo, salieron infinidad de pollitos; era lo normal y era realismo mágico”, relata el dramaturgo. Tanta historia de la que la Palace fue escenario hasta su cierre en 1999; ahora es otra venta de pollo frito más.
Los escritores ya habían corrido la voz y el domingo se sumaron más personalidades del mundo cultural y literario a un desayuno con el creador de la brillante saga de los Buendía. Además de los noctámbulos participaron Haydée de Lev, Guido Fernández, Carlos Catania, Joaquín Gutiérrez y Mia Gallegos, entre otros.
Ya convertido en leyenda y con el título de Nobel de Literatura (1982), García Márquez regresó a principios de setiembre de 1996.
Fue otra visita relámpago, algo más corta: solo estuvo 20 horas, acompañado por su esposa Mercedes. También era un fin de semana, también se reunió con el presidente de la República de turno, José María Figueres, a quien había conocido en Cartagena (Colombia).
Sin embargo, en esa ocasión, conversó durante tres horas con el mandatario, funcionarios y especialistas porque quería que Costa Rica fuera un laboratorio de la educación, cuya experiencia fuese aprovechada por otros países; la conversación se centró en el modelo promovido por el Conservatorio de Castella, fundado por Arnoldo Herrera.
Durante la noche de ese sábado 7 de setiembre, Guido Sáenz, exministro de Cultura, los atendió en su casa Piedra Azul, en Escazú, tras una petición que Figueres le hizo la víspera. “Era un encanto el tipo; tenía tanto mundo”, afirma aquel anfitrión.
Una leyenda no necesita de muchas horas para dejarnos una estela inolvidable.