“No sé a quién saliste”, le dice duramente un padre a su hijo en un tenso momento de Negra noche en blanco , primera novela de Abril Gordienko. Pero Raymundo lo sabe bien: lo que a sus ojos mancha a Manuel proviene de él mismo, de su historia.
Con paciente observación y afán de excavadora, Gordienko recorre tensiones enterradas en una familia al narrar una prolongada noche en vela. Ante la enfermedad de su padre, el hijo piensa: piensa en sí mismo y en quienes vinieron antes de él.
Para Gordienko, el proceso de escritura fue también su descubrimiento como autora y una forma de cerrar un ciclo personal: “Fue muy terapéutica para mí porque papá había muerto en el 2005 y yo tenía una relación muy linda, muy estrecha con él, pero tenía que atender mi casa, cuatro hijos, mi trabajo… Una serie de cosas hizo que yo postergara el duelo”.
“Aunque es una historia muy diferente a la mía, escribir sobre la muerte, el dolor, la noche, las enfermedades, la incertidumbre, la angustia, esa atmósfera de la novela, que era un poco mi estado de ánimo, me ayudó a cerrar el duelo”, agrega Gordienko, conocida por su trabajo como abogada.
En detalle. Negra noche en blanco empezó a crecer a partir de un cuento, Martes , que ahora es el primer capítulo de la novela, y otro, Nueve de la noche frente al espejo . Los otros capítulos se meten en recovecos entre esos cuentos, que dejan espacios opacos, sentimientos por descubrir en cada uno de los personajes.
En esa reconstrucción de la historia emocional de sus personajes, Gordienko repasa varias generaciones, y la historia termina siendo casi una crítica de la sociedad machista, cerrada y cruel, de otra época.
“Es como la semilla de todo, que hayamos durante tantos años formado generaciones de hombres casi mutilados emocionalmente con poca empatía hacia su contraparte femenina, y reproduciendo un patrón de macho en las generaciones masculinas”, dice la autora.
“Definitivamente, en una sociedad patriarcal en la que los niños construyen su identidad con base en papás a veces ausentes o violentos, los daña. El papel de la contraparte femenina puede hacer una diferencia enorme”, argumenta. No obstante, esas mismas mujeres resultan dañadas por una estructura de poder resistente a retos contra su autoridad.
En el libro, la abuela, Mireya, y la madre, Adelita, resultan atrapadas en ese ciclo pernicioso de violencia. “El patriarcado ha exigido que las mujeres, sin quererlo, sean cómplices. Adelita se enajena y se dedica a su rol de mamá, de mujer-andamio , se anula ella. De alguna manera se salva, limita la violencia, pero no lo suficiente”, considera la escritora.
Salpican la novela neologismos y combinaciones de palabras que intentan describir los entramados complejos de estas relaciones atormentadas.
El lenguaje se queda corto ante experiencias vitales que anulan partes enteras de hombres y mujeres, pero la novela escarba en esa psicología para buscar alguna pista o guía.
“A la mayoría de personas nos falta trabajar nuestras emociones, nos falta hacer más viajes interiores”, dice. “Como vamos cambiando constantemente, hay que ir conociendo al nuevo yo que se construye en cada etapa. Me parece fundamental la empatía que tengamos unos con otros. Creo que podemos conocernos muy bien, conocer muy bien a la otra persona, y aún así, fallar”.
En cierto modo, la novela es el recuento de esos fallos, prueba y error constante de individualidades que se repelen y se necesitan a la vez. “Quería dejar claro que el amor o desamor, y la presencia o ausencia del padre, dejan huellas en la construcción de la identidad de sus hijos, que pueden arrastrarse durante generaciones”, dice la autora. Familia solo hay una, y siempre es un signo de pregunta; respuestas, muchas.