"Siempre me gusta estar en presencia de gente que es buena en su trabajo y que lo ama, sin importar cuál sea ese trabajo", escribió el ensayista Geoff Dyer, y aunque hablaba de la vida a bordo de un barco, bien podría estar hablando de Anthony Bourdain, el chef peripatético y amoroso que falleció este 8 de junio, a los 61 años.
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Bourdain era un hombre que amaba el trabajo de la cocina, pero a la par de sus trabajadores. No era un comensal elitista, que desciende al ámbito terrenal solo para privar a los obreros de la ambrosía que producen. Al contrario, a lo largo de los años, nos sentó en la mesa con los cocineros, los obreros, los agricultores y los vendedores que hacían posible la circulación vital de los alimentos.
Ya fuera en un mercado tailandés o en un iglú, en los calores cariocas o en las tierras congeladas de Noruega, Bourdain hallaba el tiempo para deleitarse con lo que masticaba y con lo que escuchaba. La mujer que se agrieta las manos junto al horno no solo desarrolla un oficio, sino un estilo de vida: lo mínimo que podemos hacer es escucharla.
En otra época, en otro mundo, esto no sorprendería. Pero es nuestra época y nuestro mundo, confabulados para invisibilizar a quienes labran la tierra y cocen las papas. Generoso y democrático, Bourdain compartía la comida y la mesa con todos, a pesar de su estatus de chef-celebridad y best-seller.
Claro, hay algo de personaje televisivo en ello, y cómo no, tras tantos años al aire. No obstante, su genialidad consistía en proyectar en cámaras lo que esperábamos de un amigo cercano, la empatía y la apertura suficientes para reconocer que no sabía nada y que quería conocerlo todo junto a nosotros.
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"Ser un chef es muy parecido a ser un controlador aéreo: estás lidiando constantemente con la amenaza del desastre", escribía Bourdain en el artículo que lo hizo famoso, Don't Eat Before Reading This (publicado en The New Yorker en 1999).
En aquel ensayo, reconocía que había sido un "terror" para el personal de su cocina, pero que estaba cambiando. El mundo hiperacelerado de la industria de los restaurantes neoyorquinos no podía desplazar la humanidad de sus participantes, que eran, al final, el corazón de toda empresa. Si la buena comida es la hecha con cariño, ¿se podría preparar algo rico en un ambiente violento e hipertenso?
Sí, él también había tirado platos, pero reconocía en su profesión que era un oasis para los rebeldes y los fracasados, para los migrantes y los soñadores. ¿Cómo no defenderla? A decir de Montaigne, uno no debería respetar tanto lo que come como a aquel con quien come.
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Paladar viajero
En el 2000, Anthony Bourdain empezó a hacer de su placer una profesión compartida con el mundo, del libro Kitchen Confidential y la serie A Cook's Tour en adelante (seguida de No Reservations, The Layover y Parts Unknown). Invitó a sus lectores y televidentes a ser partícipes de un recorrido democrático y desorganizado, donde la primacía la tenía la comida, por supuesto, pero que no descuidaba el contacto humano, el mero conocer a los demás.
Compartir con el otro, por supuesto, es el "conócete a ti mismo griego" extendido a sus extremos naturales. Vivimos constantemente en presencia del Otro, del Desconocido, y no solo es inevitable, sino también liberador extenderse hacia él, tenderle los brazos al que vive como nosotros jamás podríamos. Nuestras vidas se entrelazan inevitablemente, y es en la mesa donde más estrechamente nos unimos.
Una tuitera recordaba esta mañana que él tenía "uno de los pocos programas de TV que intentaba, con todas sus fuerzas, de enseñarle a los estadounidenses a no temerles a las demás personas". Con la popularización de su programa, el tenor de sus viajes resonó con la cultura globalizada y la gastronomía cosmopolita.
Las comidas campesinas y las callejeras atraían a Bourdain por su densidad histórica y cultural, revivida en cada sacudida del wok, aprendida por las manos, transmitida de cucharón a cucharón. La olla de carne se adereza con el conocimiento de sus raíces profundamente hundidas en la tierra que comparten nuestros pies con los de la cocinera.
Anthony Bourdain had one of the only shows on tv that tried with all its might to teach Americans not to be scared of other people.
— Allison F.🦉 (@ablington) June 8, 2018
Pensando en Bourdain, se recuerda un poco la filosofía hedonista de Michel Onfray, un hedonismo que identifica el bien mayor con el placer propio, sí, pero un placer que se comparte, un dar placer a los demás, sin hacerse daño a uno mismo ni a los otros. Nunca el placer propio debe significar el sacrificio del ajeno.
Es el cuerpo no como templo –ascético, cristiano, elitista– sino como parque de diversiones, democrático. Cuidado con el desenfreno, eso sí, pues el placer también puede esclavizar; sin ataduras, el hedonista tiene un compromiso nada más, la amistad, pues aumenta la posibilidad del disfrute propio y del ajeno.
"Aburrirse de comer sería aburrirse de vivir", decía John Berger, aunque habría que extender la idea: no entregarse al disfrute es rechazar parte de la vida. Más aún: rechazar la vida compartida. El chef y amigo de Bourdain, Andrew Zimmern escribió que "Tony era una sinfonía": ¿es posible imaginar una sinfonía en solitario, una sinfonía tocada en un auditorio vacío, una sinfonía condenada a no conmover a nadie?
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"Sin experimentación, sin una voluntad de hacer preguntas y probar cosas nuevas, seguramente nos volveremos estáticos, repetitivos y moribundos", decía Bourdain. Fumaba dos cajetillas al día y las dejó; probó todas las drogas; sufrió e hizo sufrir.
Se le podía criticar su arrogancia (y su desprecio del vegetarianismo), quizá también su beligerancia, que chocaba. Incómodo con las derechas, rechazaba por igual las izquierdas elitistas y prepotentes que hablaban de los pobres y los trabajadores sin tener que acercarse demasiado. Si tenía programa político, era vivir en contacto con la tierra y fluir con sus agitaciones: el azar como ética y estética.
No sabemos cómo vivió sus últimas horas ni que lo impulsó al suicidio. Todo lo que hacemos deja marcas en los otros y en uno, señalaba el chef: “La mayoría del tiempo, estas marcas –en tu cuerpo o en tu corazón– son hermosas. A menudo, sin embargo, duelen”. De todas maneras, no compartimos con él ese momento, sino las horas y horas de viaje, charla y degustación. Fue un placer compartir la mesa con él.
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