En agosto del 2013 salió a la luz la novela de Carlos Cortés Larga noche hacia mi madre, publicada por la Editorial Alfaguara. No es posible leer este libro sin ceder a las lágrimas. Hay un trasfondo de melancolía presto a aflorar en cualquier momento.
No es una novela fácil; al contrario: es un recuento sentimental que nos conduce desde una infancia difícil, subiendo por una adolescencia agridulce, en medio de una familia –como tantas– que esconde situaciones reales imposibles de absorber.
La ciudad de San José se enfrentaba a otras épocas, momentos en los que la niñez y la juventud nos hacen recordar etapas idas.
A la par de ellas surgen retazos familiares donde hay más preguntas que respuestas, cuando los recuerdos, vívidos y bellos, se entrelazan con las angustias del presente. Entonces inquirimos: “¿Por qué pasó esto, por qué sucedió aquello?”.
Los miembros de la familia se tropiezan con el pasado y surgen las preguntas, muchas veces sin contestación.
En sus gavetas, los roperos y los tocadores guardan recuerdos de infancia, de juventud, de madurez. ¡No hay derecho a perder los recuerdos! Forman parte de la vida y merecen atesorarse para que los hijos, la esposa, los tíos y los abuelitos preserven –con respeto y amor– su contenido vital.
Incluso las ropas del ausente –que toman el camino sencillo por el regalo generoso o la apropiación de algún pariente– debían quedar para que la esposa y el hijo determinen el camino que deben seguir y no verlos perderse –¡para siempre!– en manos de quienes se creen con derechos que no les corresponden.
El amor, la culpa, el recuerdo, todo se entrelaza en un pasado que a veces se asoma sentimental, y otras se esconde cobardemente.
La novela de Carlos Cortés no puede dejar impávido a nadie; estremece y sugiere momentos que tal vez hayamos vivido, pero que hemos olvidado porque todo ser humano arrastra sentimientos de nostalgia, de dudas, de sueños perdidos, y que, muy dentro de nosotros, quisiéramos volver a vivir.
Incluso el entorno citadino que muestra la novela y que acaso para los jóvenes de hoy no tiene asidero, para los mayores que el autor o sus coetáneos hace retornar recuerdos de algo que se vivió completamente porque eran épocas en las que la tecnología todavía no arrollaba con su apabullante presencia y se vivía en un ambiente casi patriarcal, en el que los hechos cotidianos y las cosas adquirían las proporciones importantes que merecían tener.
La zona cercana a la Sabana y a los cementerios General y de Obreros –que entonces parecían tan distantes– encerraban una vida propia.
Se llegaba al centro de la capital o a otros barrios que entonces empezaban a florecer –como el Barrio Luján o el Barrio González Lahmann– utilizando los autobuses destartalados que recorrían un perímetro establecido y, con quince o veinte centavos –o a lo más una peseta (veinticinco centavos)–, se establecía la comunicación con amigos o parientes que vivían ahí.
El autor sabe entrelazar el presente con el pasado y lo hace tan sabiamente que sus lectores sentimos que estamos inmersos en su vida y en las vidas que nos hace entrever, pero, sobre todo, sabe atarnos a su caótica existencia donde –a falta de un padre que desapareció tempranamente– surgen parientes que inciden en su desarrollo, familiares que opinan sobre todo y que intervienen en el desenvolvimiento de su vida y la de su madre, viuda y desconsolada. ¿Cómo afrontar este aluvión de protección o de intervención encubierta bajo el cariño o la lástima?
Con esta novela excelentemente escrita, que motivó la concesión del Premio Centroamericano Mario Monteforte Toledo, Carlos Cortés reafirma su desarrollo como novelista, cuentista, poeta y periodista. Esta obra amerita encontrar un cineasta que se atreva a hacer una obra de calidad. Ojalá aparezca…
Mientras tanto, los que la tenemos a la mano podemos leer o releer el libro. Siempre encontraremos en él motivos de interés, con un tinte melancólico que no puede eliminarse ni despreciarse... porque la vida es así.