Es un día cualquiera, a la salida del Auditorio Abelardo Bonilla, en el Edificio de Estudios Generales. Aún se escuchan los ecos de una risotada, franca y estentórea, que ha despertado a los fantasmas de Rodrigo Facio y Carlos Monge Alfaro, quienes dormitaban plácidamente en el Alma Mater.
–¡Pero cómo, don Carlos! ¿Usted se ríe? –inquiere una estudiante joven que sale de la lección de Cultura Musical.
La pregunta me la hice muchas veces: Carlos Enrique Vargas era un alma sensible, de un poder de comunicación personalísimo y efectivo; un maestro incansable e innovador, de los que no se reservan nada de su sapiencia. ¿Por qué, entonces, inspiraba a la mayoría un respeto cerval que lindaba con el miedo? En algún instante, hacia los inicios de los años 70, me gustaba explicar el dilema echándole la culpa a las prominentes y tupidas cejas del maestro.
Eran cejas… cejas, pero monopolizaban buena parte de su rostro y constituían una irremisible y fatal atracción. Si el ánimo del músico tendía al buen tiempo, subían y se arqueaban hacia la zona limítrofe de ambos ojos; si amenazaba tormenta, se retraían hacia adelante y el maestro se volvía acaso más cejijunto y severo que de costumbre.
Pues bien, desde el inicio de nuestra relación tuve el raro privilegio de ser admitido en el reducido círculo de intimidad del maestro. Su sanctum sanctorum era difícilmente definible pues integraba un universo –ordenadísimo y armónico– de libros, partituras y discos antiguos.
Dos pianos –uno de media cola, y otro vertical y de trabajo– llenaban la sala de su casa, al final de la cual la mesita de estudio del maestro daba la espalda a la ventana. Allí se lo veía sentado, hora tras hora, absorto en su quehacer.
Acaso, parafraseando a Karl Kraus, se me ocurriera afirmar: “¡Qué difícil es entrabar relación con un músico en su sano juicio!”. Aún así, las mejores relaciones de quien esto escribe con sus compañeros músicos fueron siempre entabladas a través de las sospechosas vías de la normalidad.
Emociones. Durante toda su vida, Carlos Enrique Vargas fue un músico en su sano juicio: sus versiones fueron siempre comedidas, escolásticas y sinceras, aunque en contadas ocasiones se dejara llevar por la magia irreversible de algunos compases, surgidos de alguna ignota partitura.
Puedo decir con plena validez que una sola vez lo vi sucumbir al peso de los sentimientos. Por lo general, su interpretación, fuera al piano o a la batuta, era sobria y contenida: ni un milímetro más allá de la compostura del ejecutante.
Pese a ello, lo vi ceder ante las emociones cuando ejecutó como solista el concierto en do menor para piano, trompeta y orquesta de cuerdas, opus 35, de Dmitri Shostakóvich. Su hermana Amalia había cruzado el oriente eterno tan sólo dos días atrás, y el pianista –acuerpado por el grupo de cámara denominado Los Solistas de San José– dejó en total libertad a sus sentimientos, que lo condujeron generosamente hacia una memorable interpretación.
Algo parecido me ocurrió un día en el que habíamos ensayado el Calligrammes –ciclo de mélodies de Francis Poulenc sobre poemas de Guillaume Apollinaire–, y muy particularmente la bella página de La grâce exilée. Ante mi sorpresa, el maestro Vargas se levantó del piano, cantando con hermosa voz de barítono que pocos llegamos a conocer:
–Va-t’en, va-t’en, mon arc-en-ciel! Allez-vous-en couleurs charmantes! (¡Vete, vete, mi arco iris! ¡Andad, encantadores colores!).
Otro tanto sucedió cuando se dio a la tarea de corregirme la interpretación del turbador Lied de Schumann Ich grolle nicht (No te odio). Sobre la base de una pulsación efectiva y de una permanente tensión in crescendo, el maestro –claramente conmovido por la fuerza avasalladora de la música– me mostró el tránsito secuencial hacia el clímax de la canción.
Perfecto acompañante. Difícil sería encontrar en Costa Rica un acompañante al piano como Carlos Enrique Vargas. Una vez me preguntó: “¿Conoce usted el libro de Gerald Moore titulado Am I too loud??”. En un plano de total sinceridad, hube de responder con una negativa. Entonces me explicó:
–Ese libro (¿Estoy demasiado fuerte?) es una autobiografía del gran pianista acompañante británico, que recoge sus experiencias con grandes intérpretes de Lieder. Allí están Dietrich Fischer-Dieskau, Ely Ameling, Felicity Lott, Janet Baker, Victoria de los Ángeles, Nicolai Gedda y algunos otros.
Al igual que Moore, el maestro Vargas planificaba el acompañamiento en todos sus detalles, y así lo hizo cuando, en un tour de force inolvidable, interpretamos ambos el ciclo de canciones Die schöne Müllerin (La bella molinera) de Franz Schubert, en el foyer del Teatro Nacional.
Tengo una deuda inconfesa con Carlos Enrique Vargas: escasamente un mes antes de morir, me pidió que lo visitara. Me obsequió dos libros de Tullio Serafin y Alceo Toni –el primero, gran director de ópera italiana de los años 60–. El texto de ambos se denomina Stile, tradizioni e convenzioni del melodramma italiano del Settecento e dell’Ottocento. Lo leo y consulto con regularidad.
Música de las esferas. En la misma oportunidad, el maestro me hizo una solicitud que la propia música me impidió cumplir: organizar un cuarteto para cantar en su funeral –que sentía cercano– la Misa de difuntos del compositor costarricense Alejandro Monestel.
Quien esto escribe debería cantar la parte de tenor, y los restantes solistas habrían de ser Elena Villalobos, Zamira Barquero y Fulvio Villalobos. Lamentablemente, el maestro falleció el mismo día en que estrenábamos El barbero de Sevilla , y me fue imposible cumplir su última voluntad.
Trabajo me cuesta concluir un esbozo acerca de una persona que significa tanto para la música costarricense y para este articulista en lo individual. Tal vez sea entonces conveniente extraer –para el caso– una cita de un relato del mexicano Carlos Fuentes con relación a una situación similar:
“¿Qué le faltaba entonces al viejo maestro sino la quinta sensación, la más importante para él, oír, escuchar la música del sello? Esto era dar la vuelta completa, completar el círculo, circular, salir del silencio y oír una música que habría de ser, precisamente, la de las esferas, la sinfonía que ordena el movimiento de todos los tiempos y todos los espacios, sin cesar y simultáneamente...”.
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Obras de una vida
Carlos Enrique Vargas nació en San José el 25 de julio de 1919. En Roma estudió piano, armonía, composición, órgano y canto gregoriano, y se graduó con una Licencia Superior en Piano en el Real Conservatorio de Música Santa Cecilia (1939). Estudió además dirección orquestal en Múnich (Alemania, 1958-1959). Contrajo matrimonio con la insigne educadora costarricense María Eugenia Dengo Obregón (también Premio Magón costarricense) con quien procreó seis hijos.
Ofreció 381 conciertos de piano como solista e incontables como acompañante. Brindó también 154 recitales como organista. Fue organista y Organista emérito de la Catedral Metropolitana .
Vargas compuso varias obras de mérito, como el primer Concierto para piano y orquesta (1944) y la primera Sinfonía (1945) que se escribieron en el país; también, la Música para la Antígona de Sófocles (1961), una misa, canciones, himnos colegiales y numerosos trabajos de orquestación, arreglos corales, y arreglos para piano y para órgano.
El maestro Vargas fue el primer costarricense que dirigió como titular la Orquesta Sinfónica Nacional (169 conciertos). En 1955 fundó el Coro Universitario de la UCR, que ejerció una meritoria tarea de extensión cultural durante muchos años. En la misma casa de enseñanza dictó cursos de apreciación musical y coro. Carlos Enrique Vargas recibió el Premio Magón en 1993 y falleció el 13 de julio de 1998.