Sonriente, el actor Luis Sánchez se presenta ante el público con su nombre real. Nos explica que interpretará a Khaled, un desplazado sirio que vaga lejos de su patria en busca de un sitio seguro. Luego admite lo poco que le interesa el tema de los refugiados. De hecho, al no comprender el idioma árabe, nos manda a sacar los celulares para traducir, en Google, la expresión “qué dicha”.
En el cínico gesto del intérprete, el espectáculo se distancia de cualquier pretensión de reflejar la realidad y, por lo tanto, niega el carácter documental de lo que se verá en escena. De ese modo, se revela como un dispositivo productor de ficciones. Al asumir sus límites y posibilidades, el montaje se aparta de otras propuestas que pregonan compromisos políticos, en el fondo, superficiales.
El resto del elenco –conformado por Antonio Rojas y Natalia Arias– ejecuta, fluidamente, el mismo ritual de evidenciar su doble naturaleza de actores y personajes. A pesar de ello, las continuas transiciones entre ficción y realidad no impiden que la sala se cargue de genuina emoción al apreciar la tragedia de Khaled y su familia. Tampoco nos salvan de sentir enojo cuando un policía de fronteras quiere sacar ventaja del protagonista.
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Sin embargo, la obra pierde fuerza al desviarse hacia un conflicto –de los intérpretes– vinculado al reconocimiento profesional. Esta trama secundaria está plagada de pleitos intrascendentes y sugiere que, en el gremio actoral tico, las motivaciones egocéntricas se imponen a las artísticas. Si la idea era generar un contrapunto con el tema sirio, la oportunidad se desaprovechó por causa de esta débil línea argumental.
En todo caso, mi crítica no debería opacar hallazgos como la escena parisina de Sarah –hermana de Khaled– y un pretendiente. El momento, en apariencia trivial, adquiere un peso enorme cuando nos enteramos de que ella murió siendo niña. Lo que estamos viendo es un instante de la vida que Sarah nunca tuvo. Sin duda, la imagen de esefuturo malogrado es más potente que leer, cada mañana, una noticia impersonal sobre la guerra en Siria.
De esa manera, la obra les pone cara a esos seres convertidos en estadística por los discursos mediáticos. ¡Qué importa si Sarah es, en realidad, Natalia o el pretendiente, Antonio! A los espectadores nos indigna la vida que le robaron a esa niña imaginaria porque deseamos identificarnos con ella. Así es como mejor hace política el teatro: nos involucra con un tema complejo, desde el sentimiento, para que nos comience a interesar.
A tono con el título del espectáculo, el diseño escenográfico aprovechó los desplazamientos de los actores para desatar una nube de polvo que saturó la sala. Agresivo, pero eficaz, el recurso incomodó al público en los lapsos de alta tensión dramática. En las butacas, los abrigos sobre bocas y narices completaron el cuadro de desolación dibujado en la escena.
A fin de cuentas, Del polvo soy habla más del teatro y sus posibilidades que de la guerra y los refugiados. Ese es el principal logro de la mancuerna constituida por Kyle Boza (dramaturgo) y Mabel Marín (directora): recordarnos cómo una obra escénica de calidad vuelve cómplices a creadores y audiencias en la meta común de ampliar nuestras formas de entender el mundo.
FICHA ARTÍSTICA
Dirección artística: Mabel Marín
Dramaturgia: Kyle Boza
Actuación: Luis Sánchez (Actor), Antonio Rojas (Actor 2), Natalia Arias (Actriz)
Diseño de escenografía: Jennifer Cob
Diseño de vestuario y utilería: Verónica Quesada
Diseño de iluminación: Katherine Bermúdez
Música original: Alejandro Jiménez
Diseño gráfico y fotografía: Ana Mariela Rodríguez
Producción: Sofía Rodríguez Montero
Asistente de dirección: Kyle Boza
Responsable de sala: Marcia Fallas
Luminotécnico: Luis Noyola
Sonido: Byron Espinoza
Boletería: Silvia Solano y Edwin Calderón
Responsable de seguridad: Hubert Sánchez
Espacio: Teatro Vargas Calvo
Fecha: 25 de noviembre de 2017