Las fisgonas de Paso Ancho habrán envejecido, pero siguen gustando. La visión paródica de una sociedad conformada por seres chismosos, ineptos y mentirosos se ha transformado en el simpático recuerdo de una Costa Rica en la cual se vivía mejor que ahora.
Es triste admitirlo: seguimos reconociéndonos en un texto que, hace más de cuatro décadas, ya nos retrataba como un pueblo disfuncional.
A pesar de su amplia aceptación, la pieza de Rovinski no aguantaría –hoy– una lectura ideológica rigurosa. Su comicidad evidencia criterios sexistas que reducen los intereses femeninos al cotilleo y las telenovelas.
Aparte de esto, tropieza en el prejuicio clasista de asignar estas características a las mujeres de estratos socioeconómicos bajos o “populares”. Las fisgonas de Rohrmoser hubiera sido, por lo tanto, un título imposible.
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No profundizaré en otros aspectos cuestionables porque el actual montaje se encarga de reproducirlos en todo su esplendor y, también, introduce muchos nuevos.
El auspicio del Teatro Nacional y el aval del Ministerio de Educación no impidieron que esta versión –dirigida al público estudiantil, comunitario y general– terminara siendo un divertimento en el cual se abusó de los chistes fáciles.
En el ámbito actoral, la gestualidad exagerada desbordó el tono de farsa –ya de por sí– implícito en el libreto. La progresión de las situaciones pasó a segundo plano para darle margen al elenco de buscar la risa por cualquier vía. Esta estrategia siempre ha sido usual en los espectáculos cómicos de bajo nivel artístico.
La inclusión de coreografías de baile popular no le aportó nada al desarrollo de la trama. Esta decisión solo pude entenderla como un recurso para tapar los vacíos argumentales de la obra. La ficción se debilitó con cada baile, al grado de preguntarme si presenciaba el intento fallido de ponerle cara de musical a la comedia.
Fue molesto notar cómo el personaje del periodista radiofónico se basó en el añejo cliché del gay amanerado. Estos odiosos estereotipos estaban en boga –años atrás– en los circuitos más triviales de nuestro entorno escénico. ¿Para qué volver a esas prácticas discriminatorias, considerando que este proyecto involucra a escolares y colegiales?
Cultivar el gusto por las artes escénicas –en edades tempranas– no pasa por enviar legiones estudiantiles a ver este tipo de montajes. Ese es un enfoque simplista. Sería más eficaz hacer el esfuerzo de vincular la enseñanza del teatro a los programas oficiales de educación. Además, a la hora de invertir millones de colones en proyectos de divulgación, deberían establecerse pautas para garantizar la escogencia de libretos con mayor profundidad temática y relevancia histórica.
Los aplausos al final de la función me hicieron pensar que a los teatreros locales les convendría recordar que si París bien vale una misa, Costa Rica bien vale una risa.