Un hombre se asoma por la ventana de su casa. La luz apenas lo insinúa mientras escudriña el exterior. Afuera no hay nada. ¡Mentira! Sí hay algo: un público atento lo espía. En este cruce de miradas, se instaura la pregunta fundamental de Penúltima comedia inglesa : ¿es real lo que vemos o es simple apariencia?
El hombre –un caballero elegante– abandona su observatorio y clava la atención en su criada. Procura seducirla. Ella finge resistirse. De repente, la ficción de ambos se desmorona. Estamos ante un juego de roles. El caballero es alguien más –quizás un chofer– y la criada parece ser –por ahora– la dueña de la casa.
Sin embargo, el asunto no acaba aquí. Esta segunda ficción también se esfuma y da paso a otras. Así comienza a generarse una dinámica que no nos permite saber cuál es la verdad de lo que vemos. Los diversos roles de la pareja difuminan cualquier aspiración de entender quiénes son. Inclusive, cuando deciden hacer una pausa, solo lo hacen para despistarnos.
En este vaivén, la tensión crece. Desde nuestros asientos, no dejamos de fracasar en el intento de sacar algo en claro.
Aunado al mecanismo sustitutivo de identidades, los personajes expresan conductas fetichistas y paranoicas; utilizan la tortura, la agresión y otras prácticas de poder y dominación. Los deseos sexuales se exacerban y se convierten en herramientas de sometimiento. Los vínculos iniciales se van tiñendo de crueldad.
Hasta aquí, el texto es brillante: nos obliga a participar –como mirones– de esa interminable perversión ajena.
El trabajo del elenco sostiene con eficacia la complejidad de la trama durante los dos primeros tercios de la obra. La iluminación y las cortinas musicales ayudan a codificar los tránsitos entre las variadas personalidades. De ese modo, los espectadores seguimos confundidos, pero no extraviados.
La escenografía genera pistas para darle un ancla de sentido a la historia. Los bordes irregulares en las paredes de la habitación invitan a pensar que estamos viendo lo acontecido en el interior de una mente esquizoide.
De esa manera, un elemento de la plástica escénica emerge como señal. Le advierte al público que se está moviendo por un laberinto en donde las apariencias encubren realidades imposibles de desentrañar.
El último tercio de la obra se me hizo interminable. La sucesión de identidades –atractiva al inicio– se volvió redundante y, en consecuencia, pesada.
Los esfuerzos del personaje masculino por ponerle fin al juego –y los del femenino por perpetuarlo– generaron conflicto, pero la trama no evolucionó.
Al contrario, giró sobre sí misma; se repitió; se agotó y, con ella, también el elenco.
Ya no aprecié el trabajo fino de las primeras transiciones entre las múltiples personalidades. El escenario se transformó en una mancha de voces y cuerpos enfrascados en un enorme pleito. Lástima la falta de síntesis y modulación en este caos porque la escena era una trampa dramatúrgica fabulosa.
La gresca y su desenlace fueron un despiste para hacernos creer que habíamos dilucidado quiénes eran –“en realidad”– esos dos seres.
De nuevo, los mirones fuimos presas del engaño. Cuando parecía que todo había concluido y que habíamos alcanzado la verdad, la pareja reinició su juego.
¡Las certezas suelen ser tan efímeras! El pleito había sido una ficción más: una última comedia. ¡Mentira! No la última, pero sí la penúltima porque toda ficción nace en el punto final de alguna otra.
Dirección: Sergio Masís
Dramaturgia: Marco Antonio de la Parra (Chile)
Elenco:Arnoldo Ramos, Alejandra Portillo
Escenografía y vestuario: Katherine Bermúdez
Iluminación: Pablo Piedra
Banda sonora: Esteban Daniel Ramírez
Espacio: Teatro 1887- CENAC
Función: 25 de julio de 2015