La crítica ubica en tres cuentos de Edgar Allan Poe, escritos en la década de 1840, el inicio del género policial : Los crímenes de la calle Morgue, El misterio de Marie Roget y La carta robada . Allí quedan establecidos los primeros temas clásicos: un detective (C. Auguste Dupin) como protagonista, un enigma como motor de la historia, y una ciudad cosmopolita como escenario irrecusable.
Dupin actúa a fuerza de deducción, y sus estrategias se trasladarán a Inglaterra, donde a fines del siglo XIX nacerá el más emblemático de los investigadores del período clásico: Sherlock Holmes. Su creador, Arthur Conan Doyle, institucionalizaría un modelo que tendría luego múltiples seguidores: un detective sumamente inteligente, capaz de descubrir la identidad del criminal tras sesudas especulaciones, sin moverse de su elegante sala de reuniones.
El “crac” financiero de Estados Unidos en 1929 y la urbanización descontrolada de Los Ángeles permitió que el género tuviese un vuelco radical con la aparición de la llamada novela negra o noir , aquella en la que el arte de la deducción dejaría paso a la acción pura, con investigadores vívidamente comprometidos en sus pesquisas.
Dos hombres fueron los portadores de la piedra fundamental: Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Detrás de ellos también nació una manera diferente de mirar la naturaleza del delito. En los precursores, el criminal transgredía un orden establecido, y el detective era el encargado de restaurarlo, siempre en cercanía o directa complicidad con los órganos del Estado: la policía y la Justicia.
El noir , en cambio, se aventura por caminos más espurios y comienza a desgranar una serie de sospechas sobre los sujetos destinados a preservar el orden; el detective ya no es un aliado de los organismos legales e incluso comienza a ser perseguido por ellos.
La literatura policial no tardó en llegar a América Latina. Considerado un género menor, fue defendido por las vanguardias y tuvo como portavoces a un puñado de figuras de enjundia, entre ellos Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Estos dos últimos crearon, en los años 40 del siglo pasado, un singular personaje, don Isidro Parodi, capaz de resolver los casos que se le presentaban desde la celda de una cárcel.
El género llegaba al Río de la Plata de la mano de la deducción, aunque con la colección llamada El séptimo círculo , creada por Borges y Bioy en 1945, también se comenzaría a difundir a los creadores de la saga noir , más realista.
De estos comienzos y de todo lo que siguió a continuación trata un volumen de extraña factura e innegable interés : Retóricas del crimen: Reflexiones latinoamericanas sobre el género policia l* del profesor e investigador argentino Ezequiel De Rosso (1973).
Como en botica. De Rosso reunió una larga serie de notas y artículos de un prestigioso grupo de autores, entre ellos el mencionado Borges, Juan Carlos Onetti, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Juan José Saer, Rodolfo Walsh, Ricardo Piglia y Elvio E. Gandolfo.
Como en toda antología o compilación, el resultado es inevitablemente disparejo, pero afortunadamente exhaustivo. Hay textos que van directamente a lo histórico; otros, de factura más conceptual, acercan consideraciones teóricas y hasta éticas; algunos son simples anotaciones más impulsadas por un compromiso o algún contratiempo.
Entre los primeros textos, históricos, destacan el panorama minucioso elaborado por Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera acerca del género en la Argentina desde sus inicios hasta fines de los años 70. Resaltan también las notas Ustedes que jamás han sido asesinados , del mexicano Carlos Monsiváis, y Modernidad y posmodernidad: la novela policíaca en Iberoamérica , del cubano Leonardo Padura.
En el segundo grupo, teórico y ético, deslumbran Leyes de la narración policial , de Borges, donde, en apenas cuatro páginas, el autor de El Aleph establece algunas reglas básicas para un género cargado de trampas y de tentaciones a cometerlas: “En los cuentos honestos, el criminal es una de las perso-nas que figuran desde el principio”, precisa Borges.
En el ensayo El largo adiós , Saer analiza la novela homónima de Chandler –la obra como testimonio de que “el mal deje de lado su esencia metafísica y se incorpore a lo cotidiano”.
La ficción paranoica es una clase dictada por Ricardo Piglia, en la que evalúa las fronteras y los espacios de un género que él también ha frecuentado repetidas veces: “Todo relato va del no saber al saber. Toda narración supone ese paso. La novela policial hace de eso un tema”.
Dentro del tercer grupo, algo disperso, asombran los artículos del español-mexicano Paco Ignacio Taibo II, quien, sin el menor pudor, se coloca junto a Manuel Vázquez Montalbán al sostener que el género sufre un vuelco fundamental en 1976 cuando ambos publican respectivamente las novelas Días de combate y Tatuaje .
En esa sección se menciona al escritor chileno Luis Sepúlveda; este alega que la pieza costumbrista La balada de Johnny Sosa , de Mario Delgado Aparaín, es uno de los mejores ejemplos de novela negra en América Latina.
Criminales y apólogos. Entre los autores convocados hay evidentes unanimidades, en particular a la hora de responder a la pregunta de si es posible la novela policial en América Latina. Teniendo en cuenta que, en estos convulsos territorios, la policía ha actuado más como organismo represor que como investigador, simpatías y empatías con sus integrantes han resultado prácticamente imposibles.
El filósofo argentino José Pablo Feinmann se pregunta: “¿Qué ocurre con la narrativa policial cuando el crimen no solo está en las calles, sino que está ahí, en las calles, porque el Estado es el responsable de la existencia del crimen? ¿Qué ocurre cuando la policía, lejos de representar la imagen de la Justicia, representa la imagen del terror? ¿Qué ocurre cuando la policía no es una institución del Estado, sino que es el Estado mismo?”.
Atención aparte merece el caso de la llamada “novela policial revolucionaria”, desarrollada en Cuba e impulsada por el mismísimo Ministerio del Interior, que convocó en 1972 a un concurso para el que instituyó determinadas reglas, entre ellas la necesidad de que la novela policial debía expresar una transformación radical en el contenido ideológico de la “producida en el capitalismo”, y, sin desdeñar la función de entretener, debía proponerse una labor educativa.
Algunas fórmulas de rigor planteaban que el crimen sería generalmente cometido por un agente de la CIA o por un civil a su servicio; verdad y justicia irían siempre de la mano y, casi en la totalidad de los casos, estos serían resueltos gracias a la colaboración de los Comités de Defensa de la Revolución, sistema de delación civil inspirado en las prácticas de la Stasi alemana.
El artículo del cubano Leonardo Padura formula aportes teóricos de interés, desarrollando la hipótesis de lo que llama “neopolicial”. Según Padura, este neologismo conlleva como característica esencial “su ejercicio de crítica social, aun en tiempos de herméticos juegos posmodernos”.
Los orígenes del género policial latinoamericano siguen estando en el noir estadounidense, pero el enigma ha ido perdiendo fuerza motriz y transformándose en un pretexto que habilita el desarrollo de una trama, acaso también condenada a perder a sus héroes como siempre fueron entendidos. Al fin, la insistencia continúa centrada en “contar una historia”; seguramente lo demás sea hojarasca.
(*) Retóricas del crimen: reflexiones latinoamericanas sobre el género policial , de Ezequiel de Rosso (compilador). Alcalá Grupo Editorial, 2011. Jaén, 370 páginas.