Cultura

De cine, cinismos y ‘Relatos salvajes’

Ejemplar. Relatos salvajes revela el carácter ambivalente de algunas producciones de la gran industria cinematográfica

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El actor Ricardo Darín (derecha) interviene en la historia titulada” Bombita”, en la que interpreta al personaje Simón Fisher.

Hacia el inicio de El odio (1995), la película francesa dirigida por Mathieu Kassovitz , se cuenta la historia de un hombre que cae al vacío mientras se repite a sí mismo una y otra vez: “Hasta aquí todo va bien”. En este relato excepcional, Kassovitz filma la sensación de vértigo y el violento estado de las cosas existente en una sociedad que se dirige aceleradamente hacia el colapso.

Relatos salvajes (2014) visita esa metáfora algunos segundos después del punto en el que la abandonó Kassovitz y filma el instante en el que el cuerpo está a punto de estrellarse contra el asfalto: el primer atisbo de la fractura definitiva del sistema, el descenso lateral de ese vuelo kamikaze que parece diseñado con el único propósito de estrellarse contra sí mismo.

Los seis relatos dirigidos por el argentino Damián Szifrón están conectados por una serie de estallidos en medio de la cotidianidad de sus protagonistas. Así, Relatos salvajes materializa algunas de las profecías de Kafka con un espíritu exacerbado y vehemente, más cercano a la misantropía radical del novelista estadounidense Cormac McCarthy que al universo alambicado del célebre escritor checo.

Sin embargo, no hay que extraviarse en medio de los fuegos artificiales exhibidos con frecuencia por el filme ni apartar la mirada de la idea que Relatos salvajes apunta con fuerza en cada uno de sus pasajes, a la manera de una reiterada revelación moral: somos insectos inofensivos atrapados por una trampa perversa que nos alcanza en cada rincón y en cada estrato social, en los pasillos administrativos y en los rituales de eso que convencionalmente llamamos “vida contemporánea”. Kafka no podría sentirse más orgulloso.

Desbordamientos. Un automóvil es perseguido por otro a través de los meandros de una carretera desértica. Ese fragmento titulado significativamente El más fuerte , plagado de gestos masculinos y territoriales –valgan las redundan-cias–, es una suerte de versión tragicómica de El diablo sobre ruedas (1971): la ópera prima de Steven Spielberg.

En ese pasaje de humor negrísimo, la frase popularizada en el siglo XVII por Thomas Hobbes: “El hombre es el lobo del hombre”, se transforma en algo parecido a una risa pesimista y burlona que podría resumirse en “Todo coyote muere en manos de su correcaminos”.

El tono hiperbólico de Relatos salvajes se presenta en ciertos casos como una herencia directa de los dibujos animados, y se relaciona con los rasgos estilísticos de cineastas contemporáneos, como Quentin Tarantino o los hermanos Cohen.

Por otra parte, el papel de la violencia como medio y motivo principal de las acciones recuerda el mejor cine de Arthur Penn y Sam Peckinpah, de La jauría humana (1966) a Bonnie & Clyde (1967), de La pandilla salvaje (1969) a Perros de paja (1971).

Seis veces se produce el desbordamiento en medio de las vidas de unos personajes esencialmente caricaturescos, e igual número de veces aparece, en el espectador, la sensación de que las herramientas que hasta hace poco servían para medir y explicar las relaciones sociales están completamente obsoletas. El sistema no es ya la forma organizativa de una determinada comunidad: es la pesadilla, el enemigo y la jaula.

Cartel promocional de Relatos salvajes, el tercer largometraje de Damián Szifrón, luego de El fondo del mar (2003) y Tiempo de valientes (2005).

Ante esas formas opresivas, Relatos salvajes propone la fuerza liberadora, la catarsis de abolengo primitivo, que explota y se filtra a través de la película mediante variaciones genéricas que van del Western de carreteras al melodrama social; del relato costumbrista a la comedia romántica debidamente contaminada con apuntes esperpénticos.

Todo está fríamente calculado –excesivamente calculado incluso– para que ese coctel de relatos y estéticas dispares se convierta en el espectáculo vistoso al que toda obra creativa de alto presupuesto parece destinada en nuestros días. Ya se sabe: el cálculo milimétrico y los productos culturales de las grandes industrias –y, sin duda, Relatos salvajes es uno de ellos– caminan siempre por la misma acera.

Revisiones. Tras los últimos estertores de la Segunda Guerra Mundial, Roberto Rossellini filma una película compuesta por seis episodios independientes bajo el título de Paisà (1946): un texto plural cuyos relatos se vinculan por las anécdotas que produce el avance de las tropas aliadas en Italia y, ante todo, por una genuina y urgente exhortación antibelicista.

A partir de Paisà , el cine italiano exploró las virtudes de las narraciones formadas por relatos independientes y de argumentos inconexos. Esas películas fragmentadas tenían una correspondencia directa con la realidad social de la posguerra: eran la consecuencia ineludible del estallido, del escombro y el sinsentido que habitaban detrás de las ideologías nacionalistas de la época.

Durante la década de los 60, el fantasma de la guerra comienza a desvanecerse en Italia, pero no así el recurso de la fragmentación, que produce películas referenciales, como Boccaccio 70 (1962) y Ayer, hoy y mañana (1964). Eran años mecidos por los llamados aires de libertad: los años del cine episódico de Ro.Go.Pa.G (1 963), Los siete pecados capitales (1963) y París visto por... (1965).

Un par de décadas después llega Jim Jarmusch con su lacónica Mistery Train (1989) y de paso inaugura una forma radical de fragmentación en el cine independiente estadounidense. El resto es historia conocida.

Relatos salvajes supone el trasvase de esas libertades expresivas y de esa escritura del fragmento en un contenedor de conveniente calado efectista. Podría afirmarse incluso que el filme es una suerte de impugnación del sistema dominante que se consigue mediante un exquisito disfraz de cine irreverente.

Bajo esa perspectiva se evidencia la contradicción de términos que probablemente encierra toda gran película de industria antisistema: un cortocircuito digno de mayores atenciones.

¿Es posible denunciar la mecánica social que nos convierte en zombies de quinta categoría con una película que hace, de la aparente irreverencia y de la calculada corrección política, sus principales redes de protección? ¿Pueden señalarse las fisuras de nuestra sociedad del espectáculo mediante un texto de carácter abiertamente espectacular, con propósitos que son a la vez populares y populistas?

Relatos salvajes es un ingenioso apunte sobre la violencia, la corrupción y la desigualdad en nuestras sociedades contemporáneas; es la película más taquillera de la historia del cine argentino, con más de tres millones de espectadores en su país, pero es también una película cínica; aunque, pensándolo bien, tal vez el cinismo sea solo un mal menor entre muchos otros.

Incluso es posible que, en nuestros días, el cine y el cinismo estén muy cerca, hasta el punto de convertirse casi en sinónimos, como apunta Guillermo Cabrera Infante en el libro Un oficio del siglo XX , a través de su alter ego G. Caín: “A menudo se ha descrito a Caín como un cínico. Él, cínicamente, es verdad, ha respondido: 'Será porque voy mucho al cine'”.

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