Margarita, Rubén, y yo, de Luis Guillermo Solís, presidente de la República
Fue una noche hace medio siglo cuando mamá, como todas las noches, vino a leerme un cuento.
Aquella vez, sin embargo, decidió cambiarlo por un poema; un poema que, desde entonces, me ha perseguido como una ensoñación. “Margarita está linda la mar…” susurró la maestra y cambió mi vida para siempre.
A partir de entonces me encontré con Rubén muchas veces. En ocasiones fue recio vendaval que hizo temblar mis bastiones; en otras, brisa leve que atizó mis amores juveniles. Un día me convocó al antiimperialismo; otro, al romanticismo más profundo. Me llamó a filas en la Marcha triunfal y me hizo reposar en un mar Azul . Recuerdo aún la madrugada aquella en que, con amigos en una de mis pocas farras adolescentes, declamamos a coro ante su busto en la placita de barrio La California: “Yo soy aquél que ayer no más decía/el verso azul y la canción profana/en cuya noche un ruiseñor había/que era alondra de luz por la mañana…”.
Pero por mucho que los años me fueron alejando de las infantiles correrías de mi niñez, nunca pude dejar de amar a la “(…) gentil princesita/tan bonita/Margarita/ tan bonita, como tú”.
Margarita estaba ahí cada vez que pensaba en Rubén. Estuvo conmigo cuando visité León, de Nicaragua, la primera vez y caminé sobre los tablones de la casona que vio tambalearse al poeta; estuvo cuando nervioso, velé armas antes de los exámenes finales de V año. Me acompañó en las calles de Nueva York, en París y en Managua por donde también caminó Rubén. La vi correr delante de mí en una esquina del jardín de doña Violeta y se escondió tras unas veraneras, una tarde deliciosa, en el muellecito de Granada, justo antes de partir hacia Solentiname.
Y cada vez que la miraba le decía: “(…) las princesas primorosas/se parecen mucho a ti:/cortan lirios, cortan rosas,/cortan astros. Son así”. Ella, esquiva, insistía en no escucharme. Se iba con un guiño, sonriente y plácida “(…) camino arriba,/ por la luna y más allá”. Cuando vinieron las hijas les presenté a Rubén. Y a Margarita, por supuesto. A Mónica le impactaron el “(…) verso y una perla/ y una pluma y una flor”; el “(…) kiosko de malaquita,/y un gran manto de tisú (…)”. Cristina suspiró por el rebaño de elefantes, y Beatriz, hoy abogada, lloró entonces por el enojo del papá: “(…) –Un castigo has de tener;/vuelve al cielo y lo robado/vas ahora a devolver”. No recuerdo cuántas veces les leí el poema tanto a ellas como después a sus hermanos (que no entendían por qué había tantos paquidermos en Nicaragua), pero sí su sobresalto cuando apareció sonriendo “(…) el buen Jesús”. Y su alegría infinita, casi éxtasis, imaginando al rey y sus ropas brillantes, “el desfile de cuatrocientos elefantes/ a la orilla de la mar” y sobre todo “(…) el prendedor/en que lucen, con la estrella,/ verso, perla, pluma y flor”.
A Inés también la arrullé con Margarita. Le compré el poema en una versión hermosamente ilustrada que nunca más encontré. Y de ese tiempo y de lo que sintió mi niña solo diré una cosa: como por razones de trabajo en aquellos días viajaba tanto –mucho más que ahora, por cierto– fui yo en este caso el que le pedí prestado a Rubén aquello que él mismo le dijo a su princesa: “(…) Ya que lejos de mí vas a estar,/guarda, niña, un gentil pensamiento, al que un día te quiso contar/un cuento”.
Rubén le escribió a Margarita y sin saberlo, también me escribió a mí. Mis hijas y mis hijos disfrutaron mucho aquel poema que espero algún día decir a mis nietas y mis nietos, y ellas y ellos a los suyos. No lo harán pensando en mí sino en él y en la alondra que todavía hoy, cien años después que Rubén nos dejara, canta en su alma y con su aliento.
Eterna juventud, de Armando González, director de La Nación
No recuerdo cuándo leí a Darío por primera vez, pero nunca olvidaré la lección de modestia intelectual recibida del poeta, por intercesión de un personaje extraordinario. Tendría unos 17 años, una noche fría, en La Lucha, cuando me antojé de leer Azul frente a una chimenea bien provista de leña. Se detuvo frente a mi don Pepe Figueres, en bata de casa, y me clavó la mirada de águila para preguntar qué estaba leyendo. Escuchó la respuesta y siguió su camino hacia el dormitorio. No tardó en regresar con el diccionario de la Real Academia en la mano. “Usted está muy joven para leer a Darío sin diccionario”, sentenció. Han pasado décadas y la sentencia es todavía cierta.
Breves apuntes, de David Cruz, poeta
La importancia de Rubén Darío es incalculable. Su obra no es de esas que marcó una época, fue más bien la que dirigió el camino hacia donde deberían ir las siguientes generaciones.
Con Darío pasa como con el ADN, se lleva sin necesidad de darse cuenta. Toda la poesía posterior lleva su genética, quieran o no quieran aceptarlo los poetas de las nuevas tendencias y generaciones. Quizá esto solo podemos decirlo con Rubén Darío y César Vallejo en nuestra lengua.
En su obra hay herencia de lo clásico; cuando era adolescente y empezaba a leerlo, creía que, de alguna forma, leerlo era hacer un repaso para la literatura clásica. En sus textos es fácil de identificar lo arcaico, lo moderno, lo barroco, lo clásico o lo social.
Mi poema favorito es A Roosevelt , porque sintetiza esa dependencia que tienen nuestros países desde la época de la conquista hasta hoy.
En el ámbito de lo anecdótico, su muerte me parece casi el argumento de una obra no escrita o una pesadilla.“(...) el 6 de febrero de 1916 pasadas las 10 de la noche muere y empieza una carnicería. Los cirujanos Debayle y Lara abren su cuerpo examinan sus vísceras y diagnostican cirrosis crónica. Pero luego de eso empiezan a sacar sus órganos vitales, abren su cráneo sacan su cerebro, buscando algún enigma que explique su genio. Los presentes: familiares, policías, equipo médico empiezan a disputarse su partes. Con esta escena se cumplió la pesadilla que había tenido el día anterior cuando se despertó sudando y le dijo a su hermanastra:
–¡Qué horror! ¡Mi cuerpo destrozado! He visto que descuartizan mi cuerpo y que se disputan mis vísceras”.
Más vivo que nunca, de Carlos Cortés, periodista, escritor y profesor
Darío fue una presencia familiar en mi casa, pero entendí lo que significaba para los escritores latinoamericanos en 1997, cuando preparé la edición de la obra del poeta salvadoreño Roberto Armijo en París. Roberto estaba muriéndose de cáncer y, en medio de los efectos de la quimioterapia, me hablaba del último viaje de Darío a Centroamérica, camino de León, donde moriría en febrero de 1916. Me hablaba de Darío como si me hablara de su propia muerte, rememorando la crónica de Arturo Ambrogi. Las memorias de toda una vida se agolpaban en esos instantes entremezcladas con la desilusión por una existencia demasiado fugaz y las “flores de fatiga que surgían en el jardín otoñal del mágico jardinero”, como recordó Ambrogi al Darío final. En esos días en París, mientras Roberto se moría, sentí a Darío más vivo que nunca.
Niño hipnotizado, de Marco Martín, actor
Mi madre nos amamantó con cuentos y poemas que recordaba con más memoria que talento. Era magia salida de su boca para mis amantes oídos. “Margarita está linda la mar y el viento…”. ¿De dónde sacaba esa música? ¿Qué sería azahar? Tenía para mí el poder de una encantadora de cobras y yo salía hipnotizado del canasto.
Un buen día nos hablaron de Darío en la escuela. Me descorrieron el velo. No eran de ella esas palabras. El gigante que las imaginó era nicaragüense y era un santo. Al menos eso pensé cuando nos enseñaron la foto de su memorial en Managua, con un ángel enorme rodeándolo como solo a deidades.
Le conté con ilusión que la maestra también conocía a Margarita y la recitaba con una extraña intensidad. “Qué bien, mijito!“.
¿Solo eso? ¿Por qué no me dio pelota? ¿Estaría celosa? Solo supe que mi corazón infantil se partió en dos y Darío tuvo la culpa.
El eco de la poesía, de Leonardo Sancho Dobles, profesor e investigador
La presencia de Darío ha estado conmigo a manera de una sombra y sus versos me resuenan como un eco. Mi primer encuentro fue con un librito rosado y recuerdo que pasaba tardes enteras tratando de memorizar y visualizar aquellos versos en los que “viste el rey ropas brillantes y hace desfilar cuatrocientos elefantes a la orilla de la mar”.
Para un cumpleaños, mis abuelos maternos me regalaron poemarios de autores diversos como Lope de Vega, Machado y Darío, con ese ejemplar me intrigaba aquel “verso sutil que pasa o se posa sobre la mujer o sobre la rosa” y me ocasionaba desconcierto la fatalidad de no saber de dónde venimos ni a dónde vamos porque no “hay dolor más grande que el dolor ser vivo ni mayor pesadumbre que la vida consciente”. En fin, por alguna razón habré estudiado literatura y hoy me encomiendo al “Señor de los tristes que de fuerza alientas y de ensueños vistes, coronado de áureo yelmo de ilusión”.
Vocación de bálsamo, de Julieta Dobles Yzaguirre, escritora y educadora
Oí por primera vez la poesía dariana en la voz de mi madre, Ángela Yzaguirre, maestra y poeta inédita. Ella me declamaba “Margarita, está linda la mar”, y a mí me parecía, a mis cuatro años, un hermoso cuento con música. Por supuesto, me lo aprendí. A esas edades, la memoria es una esponja prodigiosa. Y seguí escuchando y aprendiendo maravillas de los poetas preferidos de mi madre. No eran poemas infantiles, eran joyas al oído y al entendimiento. Cuando di clases en Estudios Generales por más de 20 años, el decir o leer los poemas a mis alumnos fue una de las técnicas que me permitieron acercar a la poesía a muchos de mis estudiantes indiferentes o claramente díscolos con ella. Y Darío formó parte importante de esa pléyade de poetas.
Cuando mi nietita Camila estuvo tantas veces en el hospital, por una enfermedad hepática incurable, le mitigaba sus dolores y sus molestias, oír de mis labios el poema de Margarita, la niña que subió al cielo a buscar su estrella, y me pedía repetirlo una y otra vez. Darío, de nuevo, con su vocación de bálsamo.
Amistad renacida, de Leonardo Garnier, profesor de Economía
Recuerdo cuando Violeta Obando y otros compañeros del MEP en Liberia me sorprendieron haciendo realidad una idea que yo había solo esbozado. Para ello, contactaron al escritor Rodolfo González, quien creó Pieles de papel , una breve pero hermosa obra de teatro que recreaba la entrañable amistad de Rubén Darío y Aquileo Echeverría. Mi idea había sido que una obra así podría presentarse en los actos de traspaso de la Antorcha de la Independencia en la frontera con Nicaragua. Para mi sorpresa y desilusión, la Ministra de Educación de Nicaragua se opuso rotundamente. Los estudiantes del Colegio Artístico Felipe Pérez no se amilanaron e insistieron en montar la obra, que gracias a ellos se presentó la noche del 13 de setiembre de 2010 en el parque de Liberia. Fue fantástico ver cómo los jóvenes actores hacían renacer la amistad de los poetas.
Poderoso verso, de Karina Salguero Moya, editora
Pensando en narrativas contemporáneas y alguna ortodoxia en los procesos creativos, habría que recordar que el gran Rubén Darío escribió maravillosos poemas por encargo, y que esa presión porque le saliera de su mano una poderosa estructura poética algunas veces era más conveniente que esperar el descenso de una musa.
Su escritura, suspicazmente racional, se grabó inexorablemente en el pensamiento latinoamericano, al grado de que ya no se sabe qué de las identidades de habla hispana viene de él y qué le pertenece a la historia oficial.
Darío a cucharadas, de Camila Schumacher, docente
Una vez que nuestros estudiantes se aprenden el silabario, a quienes nos dedicamos a enseñar a leer más nos vale hacer de cuenta que nuestra aula es una mesa servida y nuestro afán no tanto alimentar el alma sino compartir platillos, humeantes, suculentos, ricos ¡de verdad!
Primero conviene abrir el apetito. Para ello, mejor tener paciencia que recurrir a trucos vanos: disfrazar de avión una cuchara rebosante de puré de espinacas augura un resultado catastrófico; enumerar el valor nutricional de un bistec de hígado es igualmente vano. Yo recuerdo todavía con pavor cuando me recetaron a los catorce La salutación del optimista : “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda…” ese era apenas el primer verso y yo, una lectora voraz, sentí un acceso de bulimia.
Volviendo al presente y a la docencia, funciona, antes de abrir un libro, ofrecer detalles picantes de la vida de los autores –Darío tiene varios a su haber–; anticipar que aunque “entre por los ojos” es el paladar el que manda –decir, del poeta nicaragüense, que la estética es nomás el cascarón que encierra la nuez–, anunciar lo original –en el caso que nos ocupa sobran, también, los ejemplos, describir el regusto final–, esos versos que sin intención nos aprendimos de memoria y recordamos después con alegría.
Luego, con el auditorio antojado se vale probar: mejor si es en voz alta y, todavía más, si dejamos que se nos note que estamos disfrutando. Es decir, si saboreamos los versos, nos detenemos en el deleite de las rimas bien logradas y nos reímos o nos emocionamos sin sonrojos.
Infalibles serán siempre los abrebocas, más cuando, como en el caso de Darío, tenemos para ofrecer de “entrada” herederos confesos, fanáticos gigantes como César Vallejo, Nicanor Parra, Ernesto Cardenal o Pablo Neruda. Finalmente, conviene recordar que, en el aula y en la mesa, es de mal gusto obligar al que no quiere caldo a tomarse dos tazas.