Juan Rafael Quesada Camacho juanquesada2014@@gmail.com
Poco antes de conocerse en Costa Rica los sucesos acaecidos en setiembre de 1821 en Guatemala, Juan Manuel de Cañas, el último gobernador de la provincia de Costa Rica y enemigo acérrimo de la independencia, expresaba la certeza de que “tarde o temprano se levantaría el grito de independencia”.
Por eso, Cañas se hacía partícipe del criterio del capitán general de Guatemala, Gabino Gaínza, de que ponerse “a la sombra del general [Agustín] Iturbide [quien] era el último recurso que quedaba para mantener la integridad de la monarquía española”, para lo cual, él, Cañas, estaba dispuesto hasta “derramar la última gota de sangre”.
Los “nublados”. En esa coyuntura, “ponerse a la sombra de Iturbide” significaba aceptar los términos del plan de Iguala, proclamado el 24 de febrero de 1821 por el mismo Iturbide. Este decretaba la independencia de la “Nueva España”, pero a la vez establecía un imperio cuyo trono se ofrecía a Fernando VII –el “mejor de los reyes”, según decían los cartagineses a mediados de 1821– o, en su defecto, a un príncipe español (en el ínterin, Iturbide se declaró emperador en mayo de 1822).
Por su parte, en León de Nicaragua se preocupaban más por distanciarse o protegerse de Guatemala que por emitir “gritos de independencia”. Ejemplo de ello es el conocido bando de León o “Acta de los Nublados” del 28 de setiembre de 1821, radical al declarar “la absoluta y total independencia de Guatemala, que se ha erigido en soberana”.
A renglón, seguido, el acta acordaba “la independencia del Gobierno Español hasta tanto se aclaren los nublados del día”. ¿Querría decir hasta que fuese restaurado Fernando VII?
No es de extrañar, entonces, que, en Costa Rica, los españolistas o los enemigos de la independencia propiciasen la adhesión a León (sede de la Diputación Provincial), o al imperio mexicano.
Mientras tanto, se perfilaba un grupo de personas con ideales liberales. Como es sabido, esta disparidad de ideas dio origen a la división entre imperialistas y republicanos.
Se debe tener presente que, el 1. ° de octubre de 1821, Iturbide comunicó a Gaínza que, para que pudiesen mantener su independencia de España, las provincias del Reino de Guatemala debían unirse a México. Para garantizar esa condición, agregaba que él enviaría un “ejército protector” a Guatemala, lo que hizo efectivo el 12 de junio de 1822 (el ejército del general Vicente Filísola).
Nula validez. A la luz de ese contexto debe analizarse el acta del 29 de octubre de 1821 . En esa fecha, se realizó en Cartago un cabildo, presidido por el mismo gobernador Juan Manuel de Cañas, con la presencia casual de legados de otros ayuntamientos, convocados para un propósito distinto. De esa reunión surgió un documento que contiene lo siguiente: el artículo 1. ° manda “que se publique, proclame y jure solemnemente la independencia absoluta del Gobierno Español”.
El siguiente punto afirmaba: “Que absolutamente se observará la Constitución y las leyes que promulgue el Imperio Mexicano, en el firme concepto de que en adopción de este plan consiste la felicidad y verdaderos intereses de esas Provincias”.
Es incuestionable que esta acta no determina, de ninguna manera, la independencia de la provincia de Costa Rica. Es solo de carácter local, producto de una reunión del Ayuntamiento de Cartago. Además, los miembros de otros ayuntamientos allí presentes no tenían la debida legitimidad para decidir sobre la materia de la que versaba esa acta.
Tanto es así que las poblaciones de San José y Alajuela –republicanas– no le dieron ninguna validez a lo acordado en Cartago. El caso de Heredia es aparte pues era más imperialista que Iturbide, como enfatiza el gran historiador Rafael Obregón Loría.
Sin embargo, lo fundamental es que el acta del 29 de octubre de 1821 de ninguna manera enarbolaba la independencia ya que, si bien decretaba la independencia de España, a la vez, con un gran entusiasmo, decidía la anexión al imperio mexicano.
Es decir, esa medida debe interpretarse como el fiel cumplimiento de la estrategia sugerida por Gaínza a Cañas: ponerse “a la sombra de Iturbide” como último recurso para mantener el despotismo teocrático. ¿Es esa una declaración de independencia?
Ansias de libertad. Mientras eso ocurría en la bucólica y soñolienta provincia de Costa Rica, Fernando VII seguía conspirando en España para volver al trono en los términos anteriores a la Constitución de Cádiz. Finalmente lo logró cuando, el 7 de abril de 1823, los “cien mil hijos de San Luis” cruzaron la frontera de los Pirineos. Así, paradójicamente, producto de la tercera invasión francesa de España en 30 años, Fernando VII fue restaurado como gobernador absoluto.
Poco tiempo antes, Agustín de Iturbide era vencido por los que enarbolaban el “grito de independencia” que tanto asustaba a Juan Manuel de Cañas. Sin que esta noticia se conociera en Costa Rica, aquí tenía lugar la guerra de Ochomogo –primera guerra civil–, que puso punto final a los deseos de los imperialistas, nostálgicos del antiguo régimen.
Desafortunadamente, la guerra de Ochomogo no eliminó el localismo ni el espíritu de campanario de aquellos que, en 1813, recibieron el título de “muy noble y leal ciudad” por enviar, el año anterior, un batallón para ayudar a reprimir a los granadinos que se rebelaban contra el despotismo español. Eso de “muy noble y leal” debe interpretarse como un premio al servilismo.
Definitivamente, el acta del 29 de octubre de 1821 no es ninguna acta de Independencia de Cartago, menos aún de Costa Rica.
El acta del 15 de setiembre de 1821 no es formalmente una declaración de independencia, pero no hay duda de que desencadenó un proceso liberador y de que inflamó las ansias de libertad, lo que finalmente acabaría con “la sombra de Iturbide”.
El autor es historiador y catedrático de la UCR, profesor ad honorem de la Escuela de Historia, y preside la Asociación Ciudadanía Activa.