Jacques Sagot
“El cascanueces” fue la primera obra de Tchaikovsky que se escuchó en Costa Rica. Nuestras bandas tocaban ya el Vals de las flores, el Trepak y la inmaterial Danza del Hada del Azúcar (con piano pues no teníamos aún celesta) en 1902, diez años después de su composición. Tchaikovsky era un espíritu trashumante: recorrió Europa, y cruzó el océano para dirigir los conciertos de inauguración del Carnegie Hall, en Nueva York. Siempre asumió que la vida sería mejor en otro lugar. ¿De qué huía? De sus demonios como de sus ángeles… Ambos tenían sobre él poder omnímodo.
El cascanueces nació en San Petersburgo, Florencia y Ruan, donde fue quemada viva su amada Juana de Arco, inspiradora de la ópera La doncella de Orléans . Con la presteza y la inmaculada puntualidad de Rosetta, la música atravesó 11.500 kilómetros y llegó al Teatro Nacional en menos de una década. ¡Qué centellas certeras y filosas, las melodías de Tchaikovsky!
Lo que no es. No, no, no: El cascanueces no es una musiquita meliflua diseñada para que una troupe de libélulas alce la piernita por aquí o ejecute una afiligranada pirueta por allá. Es una obra inmensa, el más célebre ballet de un maestro que, en este género, no fue superado por nadie, y quizás apenas igualado por Stravinsky.
La música es supremamente difícil: está erizada de pasajes que exponen a diversos instrumentos como solistas ad hoc , y que no perdona el menor error, toda vez que cualquiera puede tararearla.
Aquella música constituye un reto formidable para coreógrafos y bailarines, y es una de esas piezas que ya por poco forman parte de nuestro ADN. Las compañías de ballet de los Estados Unidos derivan el 40 % de sus ingresos del montaje navideño de la obra.
Junto a la temeraria prestidigitación del ratón Mickey en El aprendiz de brujo y los hipopótamos rosa que entornan los ojos y se bajan –¡cuán fútilmente!– el tutú en La danza de las horas, el segmento consagrado a El cascanueces es el más bello de la película Fantasía, de Walt Disney. ¡Algo ha de tener el agua puesto que tanto la bendicen!
Un loco lúcido. La conjunción de Ernest Theodor Amadeus Hoffmann (autor del cuento El cascanueces y el rey de los ratones ) y Tchaikovsky fue… pues una colisión de alisios y septentriones en mitad del océano: solo podía surgir la más bella de las tempestades.
Hoffmann es uno de esos escritores que se transformaron a sí mismos en obra de arte: supo cincelar su imagen y convertirla en personaje literario, acaso más memorable que cualquiera de los que brotaron sobre el papel.
Vean sus retratos. ¿Feo? Sería la más piadosa de las litotes. Chiquitillo, enclenque, ojos desorbitados de lémur que atisba en las tinieblas, y una algarabía de pelo virgen de peine.
Hoffmann era dibujante (sensacional caricaturista), pianista, violinista, compositor (su ópera Ondina hipnotizaría a Wagner, de cuyo tío fue amigo íntimo), abogado, filósofo, nigromante, alquimista, adorador de la naturaleza, animista convencido de que un alma incubaba en cada árbol, animal o piedra, mirada de divino alucinado, profesaba un culto por las potencias oscuras, todo cuanto habita las cavernas subconscientes, acólito de Mefistófeles (a pesar de haber nacido en Königsberg y ser alumno de Kant, faro del Siglo de las Luces). ¡Qué subterránea angustia irriga la obra de este insólito creador!
Consideremos los personajes de Los cuentos de Hoffmann , de Offenbach; de Coppélia , de Delibes (sugerida por esa quimera ambulante que era el inventor Coppélius, especie de Dr. Frankenstein obsesionado con dar vida a sus autómatas); o escuchemos Kreisleriana , de Schumann, galería de visiones beatíficas y vertiginosas pesadillas, inspiradas por el personaje del maestro de capilla Kreisler, violinista paganinesco que habría adquirido sus destrezas pactando con… Ese, sí, el innombrable.
“Lo que veo en sueños, suele realizarse”, escribió alguna vez Hoffmann, y ¡qué itinerario a través de lo abigarrado, lo grotesco y fantástico, eran los sueños de este soñador profesional!: un surrealista anacrónico en el siglo de Goethe, Kant y Beethoven.
Su relato El cascanueces fue improvisado, en el estilo de los “abuelos cuentacuentos”, para entretener a sus hijos: los propios y los adoptivos pues nuestro autor era “mañoso” y persistía en considerar que la mujer del prójimo era más deseable que la propia. “¡El prójimo siempre tiene buen gusto!”, solía decir.
¿Qué es El cascanueces? Lo que los alemanes llaman Märchen : híbrido de cuento de hadas, leyenda popular, rapsodia (etimológicamente, “zurcido de cantos”), historia de terror, ejercicio de ironía… y narración iniciática portadora de un mensaje cifrado.
Hoy asociamos aquel cuento a la venturanza doméstica de la Navidad… ¡Despierten, amigos! Ese árbol de Navidad es un laberinto infernal y nos conducirá a parajes insospechados ¿Ratones antropomórficos y perversos, juguetes que cobran vida? ¡Nada podría ser menos inocuo!
Pinocho es también un relato de iniciación y una alegoría del camino hacia la sabiduría oculta: por principio, conviene desconfiar de todo muñequito que asuma vida autónoma. Esos roedores-hombres y su pérfido rey, ¿no nos remiten a La metamorfosis, El topo, La madriguera y “Josefina la cantora” o el pueblo de los ratones , de Kafka?
Esas mutaciones –premonición de la ingeniería genética, uno de los nervios éticos más sensibles de la ciencia–, esos zoomorfismos o antropomorfismos, ¿creen ustedes que son anodinos? Los niños lo intuyen desde la raíz del ser: el cascanueces les resulta fascinante justamente porque los asusta (¡el miedo es todo menos aburrido!) sin hacerlos sentirse amenazados.
Dos niños, dos genios. Tchaikovsky fue la caja de resonancia ideal para Hoffmann. También en él pugnaban fuerzas antinómicas: el culto por la razón, y el embeleso con todo cuanto en el mundo psíquico y físico es irreductible al cogito cartesiano, lo que designamos como “fantástico”, “sobrenatural” o “irracional”… hasta que creemos contenerlo en nuestras siempre provisionales interpretaciones de la realidad.
Tchaikovsky y Hoffmann eran disonancias vivientes, dos hemisferios que jamás encontraron la síntesis (felizmente pues tal cosa los hubiera esterilizado).
De conformidad con el espíritu del cuento, Tchaikovsky incorpora melodías populares (la canción francesa Cadet Rousselle y tonadas tradicionales rusas), y envuelve su música en un nimbo de fantasía que es, a un tiempo, delicioso y perturbador. El lago de los cisnes y La bella durmiente ya lo habían probado: la leyenda era la patria de su alma; fuera de ella, todo era exilio.
El cascanueces va mucho más lejos. Coquetea peligrosamente con lo larval, la faz en sombra del mundo y del ser humano. ¿Un cuento de hadas? Convengamos, pero no sin recordar la etimología de la palabra “hadas” (del latín fata ): espíritus que tejían la urdimbre de nuestro destino –las moiras de los griegos–, detentadoras de todos los secretos de la existencia, criaturas caprichosas que tanto podían ser benignas como encarnar la más implacable malevolencia.
Adivina, adivinador. Esas cascadas sonoras del arpa (infaltables arpegios que anuncian la entrada de la prima ballerina), el tintineo de la celesta (instrumento inventado apenas seis años antes de la obra, así llamado por su timbre “celestial”), el sordo cuchicheo de los fagots y las cabriolas de las flautas en la Danza china… Se quedó corto Disney con los honguitos y peces que se arrebujan en sus translúcidas colas.
El cascanueces proviene del país de los sueños, sí, ¡pero recordemos que en los sueños pasan muchas cosas! Hay un mensaje cifrado. No lo revelaremos. Apenas una pista: el cascanueces es un artefacto cuya función consiste en triturar, penetrar, abrir lo que es considerado hermético por excelencia: una nuez.
“Aun cuando habitase dentro de una nuez, persistiría en considerarme el centro del universo”, dice Hamlet. Gocemos de la música y el cuento con extrema suspicacia, ofrezcámonoslos como regalos navideños, pero esta vez agucemos los oídos: Hoffmann y Tchaikovsky comparten con nosotros un secreto, y solo podía ser formulado como enigma.