En la casa de Roxana Campos se cocinan lentejas para atraer la abundancia. Roxana misma es abundancia, y generosa ofrece café, fresco de cas sin licuar y sin azúcar, galletas de maracuyá y, al final de la entrevista, las lentejas calentitas.
“Soy actriz porque amo profundamente el teatro”, dice con su honda voz, que resuena en el escenario cada vez que interpreta un personaje, así como en la sala de su casa a pesar del tremendo aguacero que cae.
De niña, Roxana se ponía las batas de la mamá y paño en la cabeza, y se lanzaba de un banco al aire “porque yo quería ser una princesa que volaba”, recuerda. No es princesa ni reina porque siempre fue rebelde, pero sí vuela alto por su vocación teatral que construye y ejerce desde hace unos 50 años.
Esta sampedreña por escogencia –habita a la par del bar y restaurante El Caracol, en Betania–, pero criada en Hatillo 1 entre cafetales, inició su carrera como actriz por casualidad, como suele ocurrir con los acontecimientos azarosos pero determinantes en la vida.
“Me metieron a un colegio que no me trae buenos recuerdos –el Colegio Superior de Señoritas–, porque la directora Daisy Murillo era una mujer muy represiva y yo era una niña muy rebelde”, rememora Campos.
Con 16 años y en tercer año participó en un concurso de literatura para el cual escribió su primer obra que fue premiada.
Quién llora se titulaba “y era un dramón”, sentencia mientras se ríe con su risa de fumadora que ya no fuma. “Doña Daisy no me quiso entregar el premio por mala conducta y yo estaba tan brava que me fui al aula de música e hice una fogata con papel periódico. Y, claro, me dijeron: no vuelva más a este colegio”.
Esa hoguera fue un augurio de cómo asumiría su proyecto de vida: apasionadamente, como si viviera un buen matrimonio, porque, según afirma, se casó con el teatro.
El Conservatorio Castella, que había abierto sus puertas recientemente, fue la tabla de la salvación –y de la vocación–; de esta forma, Roxana se acercó a Arnoldo Herrera, el honorable director del Castella, para contarle que la habían echado del colegio por mala conducta.
Don Arnoldo le respondió como se esperaría de un visionario de su estatura: “¡Ah, qué bueno, véngase para este colegio”.
Dicen que la felicidad está en las pequeñas cotidianidades, pero esta no fue una de ellas. Su entrada en el Conservatorio Castella fue un gran suceso, pues Roxana conoció el teatro y sí, la felicidad.
Ahí formó parte del coro en Las troyanas de Eurípides, primer montaje en que participó, dirigido por el mexicano Hernán de Sandozequi, quien daba clases en el Castella. Sin embargo, la estudiante que interpretaba a Hécuba no volvió a los ensayos y, ante la deserción, don Arnoldo preguntó quién se sabía el personaje principal y Roxana levantó la mano.
–¿Vos te lo sabías?
–Yo me lo sabía, claro. Y don Arnoldo dijo: “vamos a ver; diga, diga”. Me dejé llevar por el personaje y él quedó maravillado.
Una serie de eventos afortunados, que dejaron de ser casualidad, empezaron a suceder. El director Lenín Garrido la llamó para que interpretara a Amelia de La casa de Bernarda Alba , de Federico García Lorca. “Un papel chiquito”, cuenta Roxana.
Sin embargo, de chiquita va pa’ grande, y con el tiempo personificó a la Poncia y luego a la mismísima Bernarda, entre otros personajes protagónicos.
Pausa y combustión
Luego de esta iniciación teatral, Roxana hizo una pausa forzada al trabajar en la Corte Suprema de Justicia, donde se sintió “la mujer más desgraciada sobre la Tierra”.
Permaneció confinada en esa mole de cemento hasta que recibió una invitación del primer director de la Compañía Nacional de Teatro (CNT), Esteban Polls, para conformar el elenco estable.
Tenía 23 años, se hizo actriz –además de hippie y después revolucionaria, según agrega– en parte por culpa de la sangre, pues la familia materna era teatrera, de esas que iban y venían de Barcelona (España) a América, y que se quedó a vivir en Costa Rica.
–Entonces, ¿había sangre?
–Mi abuela, Juanita Lasauca, y mi abuelo, Adolfo Luque, fueron dueños del Teatro Variedades; también traigo todo eso por ahí.
Si algo le incomoda a Roxana no se queda quieta hasta cambiar de escenario. Fue así como de la CNT pasó a Tierranegra, dirigida por Luis Carlos Vásquez, agrupación caracterizada por hacer teatro experimental y de creación colectiva.
Eran tiempos de los movimientos guerrilleros en Centroamérica y Roxana se involucró con la izquierda costarricense. “Jurábamos que íbamos a hacer la revolución y Tierranegra tenía un gran compromiso político y social”, afirma.
“Todo tiene su tiempo”, dice Roxana. Desde finalizada la etapa con el grupo hasta la fecha, ha trabajado de manera independiente. Desde su trinchera liberada regresó a la CNT como actriz invitada, trabajó en el Teatro Arlequín y con el maestro Alfredo Pato Catania en el Teatro Carpa.
“Se me fue parte de la existencia entre los escenarios”, expresa, trayecto del que sus tres hijos han sido testigos desde muy niños, pues Roxana los cargaba a los ensayos y funciones; allí jugaban y dormían entre vestuarios y carruchas de hilo.
Roxana estudió teatro en la Universidad Nacional, ha ganado premios nacionales por sus actuaciones, galardones por la escritura de tres obras de teatro, y es profesora de dramaturgia en el Taller Nacional de Teatro.
–¿Vos considerás esas obras como hitos en tu vida o hay otras, otros personajes que amás más?
–Hay una obra que yo amé profundamente, y por la que no me dieron el premio: Esperando a Godot de Samuel Beckett y que dirigió Pato Catania.
“Qué texto más difícil”, apunta Roxana, quien interpretó el papel de Pozo en un elenco junto a las actrices Eugenia Chaverri, Sara Astica, Alejandra Guevara y Chantal Vouilleme: cinco mujeres haciendo personajes de hombres.
Además de la dificultad del texto, Catania le pidió que se rapara. “Ahora las muchachas andan casi cocas, pero en ese momento fue un escándalo. Hasta sacaron un artículo en la prensa y mucha gente llegó a ver la obra para verme coca”.
Roxana sigue encendiendo su chispa teatral con proyectos propios, como es el caso del monólogo La pasión según Magdalena , obra de Eduardo Zúñiga, en cartelera actualmente. “Estamos llenas de Magdalenas: puta y santa. No sé por qué la han negado. Las prostitutas también son mujeres; es una descalificación. Eso lo vivimos las mujeres todos los días en el campo de los machos”.
La actriz agradece al teatro haberle permitido tener una casa, darles educación a sus hijos, tener y mantener una propiedad pequeña en la playa, viajar; también que le diera conocimiento, lectura, que la sacara de su zona de confort. El teatro le dijo: “venga para acá, vamos a vivir juntos y yo me casé con el teatro”.
Roxana no lo dice, pero ella es la verdadera proveedora porque es suya la combustión.