La imagen que viene a la mente al ciudadano occidental “de a pie” cuando piensa en África suele ser un continente indistinto sumergido en caos político, pobreza y violencia. El cine africano ha tenido que emanciparse e iniciar su resistencia contra la tiranía y la explotación de la mirada occidental.
El carácter de la mirada africana contemporánea es la de la descolonización de mediados del siglo XX, cuando la mayoría de países africanos alcanzaron su independencia de las potencias europeas.
El cine africano nace en esa disputa por deshacer la mirada racista y utilitaria del cine europeo y hollywoodense de antaño, el del exotismo, los safaris y los caníbales.
Simultáneamente, se fue construyendo una voz propia, cargada de contenido político, influenciada por el neorrealismo italiano y el cinema novo brasileño. Directores como Ousmane Sembène, Idrissa Ouedraogo y Souleymane Cissé denunciaron la idea de un africano pasivo, que acepta sus calamidades como parte de su destino, y atacan su pasado colonial, así como las nuevas formas en que Occidente sigue explotando política y económicamente al continente.
Los nuevos directores africanos heredaron este camino y hoy siguen presentando poderosas obras cinematográficas que poco a poco van desmontando las formas tradicionales de hacer cine y nos acercan desde lo experimental, lo musical o lo poético, a personajes llenos de dolor y pasión.
Occidente en el estrado. Abderrahmane Sissako es una de las nuevas voces del cine africano a la que debe prestarse atención. Su cine escapa a cualquier definición de géneros y su técnica podría relacionarse a la de Jean-Luc Godard en su etapa ulterior, más experimental, sin preocupación por estructuras narrativas, ni bajo una lógica espacio-temporal definida.
En Bamako (2006), Sissako desafía a la puesta en escena e imagina un juicio ficticio al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional en el patio trasero de un edificio de apartamentos, en un barrio de Bamako, capital de Malí.
Mientras los diferentes ciudadanos e intelectuales del país se presentan uno a uno para exponer sus argumentos contra estas entidades financieras, todo tipo de situaciones se dan alrededor: mujeres tiñendo ropa, un hombre vendiendo lentes de sol, cabras que atacan a los abogados, un camarógrafo reflexiona sobre la autenticidad de los rostros durante un funeral. Otros simplemente escuchan el juicio por altoparlantes, sentados durante días en el mismo lugar dentro de una lógica temporal no definida.
Las acciones fuera de la sala de juicio parecen pertenecer más bien a un documental, mientras que adentro se construyen ciertas relaciones ficticias. Esta entrada y salida a la sala de juicios parece ser un umbral semántico: lo real está afuera, la ficción adentro. Sissako no establece algún género, no hay protagonistas.
La película nos transporta de la risa al llanto o de la furia a la incomprensión. El caso es conocido, pero se vuelve más impactante cuando lo escuchamos exponerse en este espacio doméstico: ¿Son el Banco Mundial y el FMI los responsables de la dependencia y miseria económica africana, o son los estados africanos los causantes de sus propias desgracias, debido a su corrupción y despilfarro?
Lo que está en juego es la misma coyuntura de Europa de la actualidad, entre entidades financieras que quieren obligar y condenar a estados pequeños a recortar en salud, educación o cultura, para honrar la deuda externa y la liquidez de las finanzas internacionales.
A la mitad del filme, Sissako introduce otra anomalía: un filme dentro de un filme. Una familia maliense observa un western de vaqueros asesinando a mujeres y profesores de Timbuktú. ¿Es esta una metáfora de lo que se debate lenta y complicadamente en el juicio? ¿Es solo una escena más de la cotidianidad maliense?
Bamako hipnotiza y absorbe, porque en realidad este juicio habla no solo de África, sino de pequeñas historias, pequeños pueblos en todo el mundo que conocen los verdaderos efectos de este orden mundial que se camufla entre falsos discursos de “progreso” y “desarrollo”, y que poco a poco nos ha sometido a nuevas relaciones de dependencia.
La guerra: el agua que remueve todo. Mahamat-Saleh Haroun es otra de las voces del nuevo cine africano, y ha ganado importantes reconocimientos, tanto en el Festival de Venecia como en el de Cannes. Debe resaltarse que Sissako ha colaborado como productor en varios de sus filmes.
Un hombre que grita (2010) nos enfrenta con otro absurdo de tintes económicos y sociales. La película se ubica durante la última guerra civil de Chad (2005-2010). Adam, el orgulloso encargado de la piscina de un hotel de la capital, es reubicado por los nuevos dueños a guardia de seguridad debido a la crisis de la guerra, mientras su hijo es contratado, con un salario inferior, para trabajar en la piscina. Este cambio súbito de desplazamiento laboral lo lleva a tomar una espantosa represalia: enlistar secretamente a su hijo en el ejército, y así poder recuperar su trabajo.
Esta premisa nos devuelve al filme de Murnau: El último hombre (1924), donde un portero debido a su edad, también es reubicado de un prestigioso puesto a un empleado de baño. Esta crisis se representa por medio de una distorsión simbólica con la pérdida del uniforme como objeto de identificación y de estatus y también con una distorsión espacial y temporal, como en la icónica escena en que los edificios parecen caerle encima al protagonista.
Esta es la confusión que Haroun quiere reflejar y lo hace dentro de una dinámica aún más urgente y surreal, la de la guerra. La reflexión de Adam para no perder su trabajo solo se puede entender dentro de las dinámicas laborales que surgieron durante la revolución industrial y de las que el cine ha sido testigo desde sus inicios. El trabajo lo significa todo en el sistema capitalista: es la definición primera y última del individuo.
La guerra es solo algo secundario para Adam, que la escucha en la televisión sin mayor asombro, el agua se convierte en su cámara de escape.
La guerra en el filme simboliza también el violento cambio generacional entre padres e hijos, y la violenta respuesta humana ante esta transición. Ser sacado de la piscina también implica para el padre perder su uniforme, totalmente blanco, y estar de frente a la realidad que intentaba evadir.
Cuando se le exige en la comunidad un aporte económico a la guerra, Adam ve el sacrificio de su hijo como lo más lógico, una especie de redención, de recuperar su estatus a toda costa.
El director no condena a Adam, pues es sujeto de una condición de ignorancia y de alienación previa, por una situación mundial que se le escapa. La película ilustra a la perfección la crudeza de este absurdo a través de la lentitud de las acciones, el crescendo de la guerra contra el silencio perpetuo de Adam, que, aunque se arrepiente, ya no puede hacer nada por cambiar la realidad que lo rodea.
El filme refleja que no hay contradicción entre la realidad alienadora del trabajo y la de la guerra; ambas se complementan y el sujeto está indefenso. La película de Haroun es dolorosa, pero muestra a un personaje que, como su continente, intenta reaccionar, pero la realidad globalizada del mercado y la explotación militar se sigue imponiendo.
Preámbulo proyectará hoy, domingo 26, ‘Bamako’, a las 4 p. m., y ‘Un hombre que grita’, a las 7 p. m. Ambas funciones se realizarán en la sala Gómez Miralles del Centro de Cine, ubicado detrás del Instituto Nacional de Seguros, en barrio Amón de San José. La entrada es gratuita.