A sí como es incuestionable la trascendencia de Carmen Lyra como escritora, política, pedagoga y figura pública, también es indudable que fue uno de los intelectuales que más sufrió las consecuencias de la guerra civil de 1948 y de la Guerra Fría.
En 60 años pasó de ser una apestada para los triunfadores del conflicto armado a la imagen del billete de ¢20.000, en el 2010, y ahora, a su segundo benemeritazgo, en diferentes etapas de un lento deshielo ideológico.
Su expulsión del país, el 22 de abril de 1948, junto al secretario general del Partido Vanguardia Popular, Manuel Mora –según algunos para que las turbas figueristas no la arrastraran por las calles –, y su muerte en el exilio trece meses después, en lo que su correligionario Adolfo Herrera García llamó “nuestra fusilada en el paredón del destierro”, fue el inicio de un silencio de 20 años en torno a su vida y su obra.
“Un tabú silencioso” denominó Alberto Cañas, en sus memorias, el vacío hecho alrededor de escritores comunistas como Carlos Luis Fallas (Calufa), Carlos Luis Sáenz y Fabián Dobles, el cual comenzó a resquebrajarse cuando la Editorial Costa Rica (ECR) aceptó publicar Mi madrina y Tres cuentos , de Calufa –en 1967, un año después de su muerte–, y Puerto Limón , de Joaquín Gutiérrez (1968).
Carmen Lyra se integró al catálogo de la ECR apenas en 1977, con la edición de sus Relatos escogidos , cuando ya era Benemérita de la Cultura Nacional desde el año anterior. En la documentada cronología que acompaña el volumen, Alfonso Chase da cuenta de los esfuerzos infructuosos que, a partir de 1950, hicieron Joaquín García Monge, Herrera García, Luisa González y él, entre otros intelectuales, para intentar rescatar su memoria, salvar su casa de la demolición y reeditar su obra.
En la década de 1970 se inició la recuperación institucional de María Isabel Carvajal, Chabela para sus amigos y compañeros de partido, y Carmen Lyra para la historia. Se bautizó una biblioteca infantil con su nombre –ahora inexistente– en el Parque Central, el Ministerio de Cultura publicó su biografía y la ECR realizó una edición especial de Los cuentos de mi tía Panchita en 1980.
Desde entonces, su fama no ha dejado de crecer y, paradójicamente, también el desconocimiento sobre el resto de su obra narrativa. Esto es el resultado de un mecanismo social que aplica la sociedad costarricense para disfrazar la inconformidad y la crítica de intelectuales como ella, que consiste en convertirlos en educadores o en textos escolares sin ideología y sin relación con la voz subversiva que encarnaron en vida, como ciudadanos y sujetos históricos.
Sacándole la lengua al Olimpo
Carmen Lyra formó parte de la segunda generación de escritores nacionales, convencionalmente llamada de 1900 o del Repertorio Americano , por la influencia que ejerció la revista homónima que García Monge editó durante 40 años y que fue una de las más prestigiosas de Latinoamérica.
Aunque ella comenzó a publicar en 1910, a los 22 años, bajo el seudónimo que le propuso García Monge –quien había vivido en Santiago de Chile en la calle Carmen, cerca de Lira–, su voz se hizo sentir con fuerza durante la primera celebración del Día Internacional del Trabajo en Costa Rica, el 1.° de mayo de 1913.
A las 9:30 a. m. ofreció un discurso conmovedor a la multitud congregada en La Sabana, mientras se entregaron confites a 400 niños pobres que deambulaban por las calles: “(...) yo quisiera saber si entonces algunos de vosotros, pequeños obreros, y que tenéis por herramienta los libros y el lápiz, se os ha ocurrido preguntarse, ¿por qué también no se hacen fiestas para los obreros grandes, cuyas obras y herramientas las bautiza cada día su sudor?”, dijo entonces.
Seis años más tarde fue una de las principales protagonistas de la sublevación popular contra la dictadura de los Tinoco, del 12 al 13 de junio de 1919, y que reunió a trabajadores, intelectuales, profesores y estudiantes del Liceo de Costa Rica y del Colegio de Señoritas.
A partir de 1920, con la publicación de Los cuentos de mi tía Panchita , definió para siempre la estrecha vinculación entre la tradición oral y la literatura para niños en Centroamérica, pero también fue la primera en utilizar el género infantil para desenmascarar irónicamente las relaciones de poder y burlarse de la generación del Olimpo –que monopolizaba hasta entonces el discurso intelectual–.
El prólogo del libro es una sátira de los “sabios” positivistas que legitiman un orden racional, social y económico contrario a la realización humana y enquistado en el liberalismo: “Las otras personas de mi familia, gentes muy prudentes y de buen sentido, reprochaban a la vieja señora su manía de contar a sus sobrinos aquellos cuentos de hadas, brujas, espantos, etcétera, lo cual, según ellas, les echaba a perder su pensamiento. Yo no comprendía estas sensatas reflexiones. Lo que sé es que ninguno de los que así hablaban logró mi confianza y que jamás sus conversaciones sesudas y sus cuentecitos científicos, que casi siempre arrastraban torpemente una moraleja, despertaron mi interés”.
Sin perder su “sonrisa de benévola malicia”, como la recuerda una de sus amigas, se ríe del buen sentido, la lógica y la gramática, de “profesores muy graves que se creen muy sabios” y de “mentes de personas entradas en años y en estudios”, que no pueden competir con la imaginación.
Tío Conejo, por muy inocente que parezca, plantea una subversión del orden establecido y de las “buenas costumbres” patriarcales, valiéndose de los recursos y maquinaciones del ingenio, que son los únicos que poseen los sectores populares.
Otro de sus libros fundamentales, En una silla de ruedas (1918), propone una jerarquía espiritual por encima de la riqueza material. Los héroes son los pobres, mendigos, inválidos, vagabundos, mujeres, niños, ancianos, artistas y locos que rechazan las instituciones opresivas y las convenciones sociales.
Bananos, hombres y mujeres
El desencanto que le produce la restauración liberal, después de la caída de Tinoco, y el fracaso del reformismo, la llevan en sus últimas décadas de producción literaria a un discurso realista y al compromiso social directo, que concretará en su adhesión al Partido Comunista, en 1931.
Esta etapa, que será marcada por relatos fundamentales como ¿Qué habrá sido de ella? (1922), también titulado Ramona la mujer de la brasa (1942), El barrio Cothnejo-Fishy (1923), Siluetas de la Maternal (1929) y Bananos y hombres (1931), empuja el desarrollo de la literatura costarricense al menos en tres vertientes: la narrativa urbana –que abandona la idealización del concho y descubre la plebe miserable de la ciudad–, la introducción de la temática bananera y la redefinición del papel de la mujer en la sociedad, la cual se convierte en el espejo de todas las injusticias.
En Estefanía , uno de sus cuentos más importantes, la ironía se torna sarcasmo cuando habla del sometimiento absoluto al poder masculino: “Creo que en Santa Cruz, el juez que más tarde llegó a ser un honorable magistrado de la Corte de Justicia, le hizo un chiquillo cuando ella apenas entraba en la adolescencia. Por supuesto que después el estimable caballero ni se acordaba de la insignificante aventura. Ella dejó al hijo en la primera casa propicia y comenzó a rodar. Luego otro, ella ni recordaba bien el nombre, la dejó embarazada y siguió rodando, rodando…”
En Estefanía , como en otras de sus narraciones, habla de la herida visceral que le carcome el alma, el haber sido bastarda –“hija del amor”, como se decía entonces– en una sociedad brutal donde la mujer estaba condenada de antemano… y el hombre, también de antemano, absuelto de toda culpa.
En 1931, publicó Bananos y hombres en varios números del Repertorio Americano . La serie inaugura el ciclo de la narrativa bananera en la literatura centroamericana y anuncia uno de los ejes esenciales de la generación que le sigue, la del 40, y que parte en dos nuestra tradición literaria: “Pongo primero bananos que hombres –escribe– porque en las fincas de banano, la fruta ocupa el primer lugar, o más bien el único. En realidad el hombre es una entidad que en esas regiones tiene un valor mínimo y no está en el segundo puesto, sino que va en la punta de la cola de los valores que allí se cuentan”.
En la filmación que realizó el camarógrafo Francisco Chico Montero del desfile del 15 de setiembre de 1943, para celebrar la promulgación de las Garantías Sociales, surge en medio de la muchedumbre de miles de personas una figura menuda y discreta que camina rápidamente hacia la historia. Es Carmen Lyra. Es un instante fugaz, una imagen eterna, en medio de la década más convulsa de nuestro siglo XX.
El autor es escritor, ensayista y periodista.