Costa Rica es –todavía hoy– un Estado confesional. Es decir, en la Constitución Política de la República se establece que la religión oficial del Estado es la católica, apostólica y romana:
Artículo 75: La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la del Estado, el cual contribuye a su mantenimiento, sin impedir el libre ejercicio en la República de otros cultos que no se opongan a la moral universal ni a las buenas costumbres.
Este es uno de los rasgos coloniales que más peso simbólico tiene en las normas jurídicas vigentes en nuestro país. Dos ideas son problemáticas en el artículo 75: 1) existe una moral universal, y 2) el Estado puede profesar una religión.
Al ser el Estado una ficción jurídica, no puede tener creencias de ningún tipo, incluidas las religiosas; además, no existe tal cosa como una moral universal. Al contrario, los preceptos histórica y socialmente construidos acerca de lo que es moral o no, varían de una cultura a otra y cambian con el tiempo.
A pesar de que este artículo carece de una justificación racional básica y no ostenta ninguna legitimidad, más allá del privilegio impuesto por medio de la conquista de la Corona española sobre estas tierras, parece estar tan vigente como en tiempos de la Colonia. A la fecha se han presentado tres proyectos de reforma constitucional que tenían como objetivo satisfacer uno de los principios fundamentales de república democrática: la separación entre los asuntos de Estado y los asuntos de orden religioso. Sin embargo, esos proyectos no han llegado a buen puerto.
¿Por qué ha sido tan difícil reformar la Constitución para darle el carácter laico al Estado costarricense? ¿De dónde viene el temor de un sector de la población ante la idea de un Estado neutral ante los diversos credos religiosos?
El libro Detrás del trono. (Un viaje filosófico por el pecado, el delito y la culpa) , por el cual la filósofa y profesora de la Universidad de Costa Rica Ana Lucía Fonseca fue reconocida con el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría en Ensayo, es un recurso fascinante y esclarecedor, con el fin de comprender esta situación ante la cual muchas personas sentimos frustración y desconcierto.
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Buscar explicaciones
En efecto, este libro nos lleva a través de un viaje, que es tanto erudito como íntimo, en búsqueda de explicaciones que surgen de preguntas que, en ante ciertas miradas, son cuando menos actos de insolencia. Cuestionar el poder político y económico de la jerarquía católica llevó a muchos a experimentar terribles formas de tortura e, incluso, la muerte, durante el periodo de la Santa Inquisición en Europa.
Si bien hoy no estamos en riesgo de sufrir tales formas de intimidación, sí es cierto que continúan existiendo diversos mecanismos de control, censura e imposición de la voluntad eclesiástica. En nuestro país abundan los ejemplos que pueden ser analizados a la luz de los sólidos argumentos y trazados historiográficos que Ana Lucía Fonseca va anudando en su texto.
El traslapo entre pecado y delito sigue permeando el modo en que se produce la norma jurídica en nuestro país. El mecanismo que produce este cruzamiento, nos explica Fonseca, proviene de un largo proceso de integración entre el orden político y el orden eclesiástico. Una relación de mutuo beneficio se fue construyendo desde el surgimiento del cristianismo hasta lograr una naturalización de la supuesta necesidad de un orden divino del cual se pueda derivar la autoridad para la administración de la justicia terrenal.
La sangrienta y brutal conquista y colonización de lo que hoy denominamos América Latina, se hizo en nombre de los Reyes Católicos. Y como detalla Fonseca: “Unificación territorial sellada por un matrimonio estratégico, uniformidad religiosa por el celo doctrinal de la Inquisición, homogeneidad lingüística en la expresión y reconstrucción mítica de la historia con la que España legitimó la conquista en nombre del mismo Dios: he aquí el sello nacional de la “Madre patria” y la impronta para sus hijos e hijas del “Nuevo Mundo”. Pero de todo este programa unificador, la religión resultó ser el más importante elemento de cohesión, primero para España y después para los pueblos conquistados” (p. 58).
Mentalidad contrarreformista
Y este proceso de legitimación mutua, entre la institucionalidad política y la jerarquía eclesiástica católica, ha probado ser tan productiva para acumular y proteger privilegios para los sectores sociales dominantes, que persiste hasta nuestros días.
Algunos comentaristas e intelectuales denominan este estado de cosas como “secularización incompleta”. Considero que es algo más complejo aún que lo visible desde una mirada lineal centrada en Europa. No me referiré aquí a los movimientos de acento religioso, que, a contrapelo del discurso oficial eclesiástico, se han aliado con los grupos más explotados y oprimidos (hechos que en realidad refuerzan los argumentos de la autora).
Quiero, más bien, concentrarme en uno de los aportes más críticos que Ana Lucía Fonseca ofrece en este libro y que nos ayudan a comprender la dinámica de poder y autoridad que sigue presente en nuestros días, incluso dentro de los diversos poderes de la República.
Me refiero a lo que Fonseca denomina como “mentalidad contrarreformista”: “(…) uso el término “contrarreformista” para referirme no solo al pensamiento propio del periodo histórico de las confrontaciones religiosas del siglo XVI, sino al pensamiento que tiene entre sus características la exclusión de la diferencia, la persecución de “herejías”, la doctrina de la única moral y la creencia de que los juicios en nombre de la fe o de la ley están amparados en valores superiores, absolutos y de acatamiento obligatorio. (…) Para la mentalidad contrarreformista hay siempre un adentro doctrinal donde no cabe ninguna relativización de credos y un afuera proscrito donde caben todas las abominaciones como las previstas en el Syllabus de Pío IX, y otras que no alcanzó a anatemizar. Dentro de la doctrina se custodia la esencia de la virtud o de la licitud, fuera de ella se cierne el peligro del pecado y del delito” (página 60).
Desafío u acto hostil
Bajo este modelo de dominación político-religiosa, todo intento de discutir las normas, las restricciones, las sanciones, los privilegios de quienes juzgan y de quienes proscriben o autorizan, se transforma en un acto de desafío que no puede ser tolerado y que, por lo tanto, debe ser anulado a como dé lugar.
La conceptualización del disenso o de la crítica hacia este sistema de dominación como un acto hostil contra las personas que profesan una religión, es una de las más eficaces estrategias retóricas para desviar la atención y tergiversar lo que se está poniendo en cuestión.
Bajo ninguna circunstancia, aclara Fonseca, la crítica hacia los usos de este dispositivo institucional religioso-político implica un ataque a las creencias espirituales de las personas. Lo que se exige, al demandar la laicidad del Estado, es que no se privilegie en la ley y en la política pública, una forma de ver el mundo y la vida, a costa de la discriminación (que puede llegar a ser fatal) contra quienes no comparten esa cosmovisión.
El reto democrático es construir una visión compartida, en respeto a la diferencia. Necesitamos de una ética sin víctimas, nos dice Ana Lucía Fonseca.
Y considero que hoy, más que nunca antes, este llamado está cargado de un sentido de urgencia que además de orientarnos hacia formas más amables de coexistir en sociedad, nos está alertando sobre el resurgimiento de amenazas que podrían poner en riesgo incluso la mera supervivencia humana. Nadie quiere imaginarse lo que podría ser una guerra santa global en el siglo XXI. No obstante, resulta alarmante constatar que esa idea está cada día más lejos de ser mera ficción.
La autora es profesora de la Escuela de Filosofía, de la Universidad de Costa Rica.