Inés Revuelta Sánchez irevuelta@teatronacional.go.cr
Lucía Arce Ovares larce@teatronacional.go.cr
Mucho se ha dicho, asegurado, analizado, investigado y otros verbos semejantes sobre las causas que originaron la construcción del Teatro Nacional de Costa Rica.
Según una versión, a inicios de la década de 1890, llegó una compañía de ópera con la reconocida cantante Adelina Patti, pero el grupo no pudo presentarse ya que se carecía de un teatro digno de los buenos espectáculos.
Ello habría ocasionado que un grupo de comerciantes y agricultores enviase un escrito al entonces primer designado (vicepresidente) en ejercicio de la Presidencia de la República, el médico Carlos Durán.
El aquel documento, los suscritos manifestaron que no se podía concebir una capital de la cultura en nuestro país si carecía de un buen teatro; al mismo tiempo y en forma realista, reconocieron que las rentas nacionales no producían un excedente capaz de solventar la construcción del edificio.
Se produjo entonces un pronto alineamiento entre el deseo, la voluntad y la acción. Por ello, cuando el Poder Legislativo recibió el proyecto –que casi inmediatamente aprobaría–, la Comisión que redactó el dictamen produjo un hermoso escrito. Con frases elocuentes, se presagiaban aires diferentes gracias al futuro teatro pues este sería “foco de sociabilidad, custodio de las buenas maneras, escuela de las buenas letras, piedra de toque del buen gusto”.
Así, el 28 de mayo de 1890, se firmó el decreto n.° XXXIII, que declaró “obra nacional” la construcción del Teatro Nacional.
El antes y el después. Como actividad artística, el teatro estuvo presente en Costa Rica desde el periodo colonial. Después de la independencia (1821) se desarrolló un Estado que debería alcanzar el “progreso”.
Así, el presidente Juan Rafael Mora Porras (1849-1859) se había declarado convencido de “la importancia y el efecto legitimador que el teatro poseía” (Patricia Fumero); por ello abrió el Teatro Mora, de carácter público, en 1850.
Con el derrocamiento de don Juan Rafael, el Teatro Mora pasó a llamarse Teatro Municipal y sirvió para las representaciones de artistas nacionales y extranjeros.
Por varias décadas, el Teatro Municipal brindó espectáculos artísticos; sin embargo, no satisfizo todas las expectativas culturales. Finalmente, el terremoto de 1888 lo destruyó.
Propiedad del español Tomás García, el Teatro Variedades se había abierto en 1891 y llenó la carencia de un ambiente escénico, pero sin la prestancia de un buen edificio cultural.
La prolongada gestión presidencial de Tomás Guardia Gutiérrez (1870-1882) y el nutrido grupo de “letrados liberales, positivistas y racionalistas” (Fumero) favorecieron que se gestara un acuerdo destinado a construir un teatro nacional; empero, el inicio de la obra debió esperar unos años más.
La construcción. Al inicio de su presidencia (1885-1890), Bernardo Soto Alfaro aportó 500 pesos, y miembros de su gabinete contribuyeron con 100 pesos cada uno, sumas destinadas al proyecto de levantar un espacio de cultura (Diario de Costa Rica, n.° 143, 28/ 06/1885, p. 3).
Finalmente, mediante un decreto, el presidente (1890-1894) José J. Rodríguez Zeledón ordenó el inicio de las obras de un teatro que ofreciera condiciones dignas de espectáculos de la más alta calidad.
Los trabajos comenzaron en enero de 1891. El maestro de obras José Antonio Varela fue encargado de la edificación, y lo acompañaron el herrero José Padilla, el albañil Julián Solano, el cantero Proceso Marín, el pintor de brocha gorda David Fuentes y el peón Juan Rivera. Ellos fueron parte del personal que consumó la obra, inaugurada el 19 de octubre del 1897.
Para financiar el edificio, el Tesoro Público invirtió 200.000 pesos, obtenidos mediante un impuesto de 20 centavos sobre cada 46 kilogramos de café que se exportara. Este canon debía finalizar cuando el edificio se completase. Sin embargo, transcurridos unos meses, el dinero se había agotado y la obra era incipiente; por tanto, se emitió el decreto n.° XCVII, del 29 de diciembre de 1892, por el que se prorrogó el impuesto establecido en 1890.
En 1893, quince meses después, se publicó un tercer decreto, que suprimió el impuesto sobre la exportación de café y lo sustituyó por uno que gravaba el muellaje de mercancías generales importadas, con un centavo por kilogramo.
El ahora y el mañana. Para las autoridades, resultaba necesario el cambio de la imposición. Según el decreto n.° XIII del 20 de mayo de 1893, el gravamen al café exportado solamente “grava á (sic) parte de los contribuyentes y afecta la principal producción del país”.
Entre mayo de 1890 y mayo de 1893 se recaudaron 132.873,39 pesos (Memoria de Fomento, 1893); por tanto, los cafetaleros cooperaron con un 4,5 %; todos los ciudadanos aportaron el 95,5 % del valor total de la edificación y la ornamentación.
Por tanto, el inicio de la edificación fue posible gracias a un primer impulso del sector cafetalero, pero su desarrollo y su conclusión se debieron al aporte de todos los contribuyentes.
En resumen, se promulgaron tres decretos en tres años: de 1890 a 1893. Todos permitieron el financiamiento del Teatro Nacional, con un costo no menor que tres millones de pesos (Fischel, 1997).
El decreto del 28 de mayo de 1890 es relevante pues permitió concretar una obra histórica que garantizó el entretenimiento, pero también aportó a la modernización de la ciudad: definió un eje urbano y un espacio de socialización.
El Teatro debe ser un espacio que honre el pensamiento, la entrega y la labor de hombres y mujeres que han contribuido a su nacimiento y continuidad durante casi 118 años.
Con el paso del tiempo, el Teatro Nacional se ha constituido en un símbolo identitario que enlaza la nación bajo su valor patrimonial. Las personas se acercan al Teatro Nacional en procura de un espacio para sembrar y cosechar espiritualmente: es la casa de visitantes y musas por igual.
Cada 28 de mayo debemos recordar la firma de un decreto visionario que, hace 125 años, materializó “un espacio de descanso y solaz de la población”: de toda la población.
Inés Revuelta es directora del Teatro Nacional.
Lucía Arce es jefe de Archivos del Teatro Nacional.
Refencias bibliográficas:
Astrid Fishel Volio: La caja mágica. San José, 1997, Editorial Teatro Nacional.
Patricia Fumero: Teatro público y Estado en San José (1880-1914). San José, 1996, Editorial de la Universidad de Costa Rica.