Enrique Granados no es un cuerpo celeste, aislado e inexplicable. Persistiendo en la metáfora sideral, diríamos que es parte de una lluvia de cometas o estrellas fugaces. Es hijo del renacimiento musical de España, que comienza a finales del siglo XIX con Albéniz y Falla, se integra bien a la generación literaria del 98, así como al auge de la plástica (Picasso, Dalí, Miró) y la arquitectura modernista (Gaudí). Granados es un astro en una constelación de artistas que le devolvieron a España su voz en el mosaico cultural europeo.
El hecho musical más importante del siglo XIX es el despertar de las grandes escuelas nacionalistas: Polonia con Chopin; Hungría con Liszt; la actual República Checa con Smetana y Dvorak; Noruega con Grieg; Finlandia con Sibelius; Rumania con Enescu; Rusia con Chaikóvski. y el grupo “de los cinco” (Rimsky-Korsakov, Mussorgsky, Borodin, Balakirev, Cui). Con fuerza incoercible, el folclor de cada región se integró a la tradición clásica que el canon austro-germánico, francés e italiano había esculpido durante siglos. El resultado fue un híbrido maravilloso: las formas de siempre (sonatas, sinfonías, cuartetos) se vieron irrigados por la savia de nuevas latitudes, por ritmos y giros melódicos inusitados.
La música popular desposaba a la música tradicional y, de esta alianza surgían lenguajes nuevos y originales. Granados es, en todo punto, tributario de este movimiento histórico. Música tradicional y música vernácula se fecundan recíprocamente.
Custodio de un linaje. Granados tuvo la calamidad de ser un niño prodigio. Esta “bendición” suele engendrar las más retorcidas personalidades. Pero tal no fue su caso. Era un virtuoso del piano, pero también un ser humano afable, cordial, bromista y generoso (¡infrecuentísimo fenómeno!).
Como pianista, salta al oído –si nos permiten la expresión– que Granados se asumió como el custodio del más grande de los linajes: Schubert, Mendelssohn, Schumann, Chopin, Liszt. Su música pianística rinde homenaje implícito a estos maestros. Granados toma la lira de sus predecesores y le añade una nueva cuerda: el folclor español.
Empero, Granados no usó el folclor como lo hicieron Albéniz y Falla. Su lenguaje es menos localista, y acusa más la influencia de la canción urbana de la bohemia catalana y madrileña (se ganó la vida como pianista de café… modus vivendi del que nunca disfrutó y que trocó en carrera de concertista tan pronto pudo).
A Granados le tocó vivir los grandes movimientos políticos separatistas: Andalucía, Cataluña y el País Vasco a la cabeza de ellos. Era oficialmente catalán, pero su prolongada estadía en París hizo de él una figura muy por encima de toda miopía aldeana. “A mí me parece que el Arte no tiene nada que ver con la Política… Esto me ha causado algunos disgustos, llegando a recibir desprecios y anónimos en que se me acusa de escribir danzas andaluzas. ¡Como si eso fuera un pecado!… Yo me considero tan catalán como el que más, pero en mi música quiero expresar lo que siento, lo que admiro y lo que me parezca bien, sea andaluz o chino”. He ahí la profesión de fe de un músico honesto, de un enamorado de la belleza que no suscribe a los totalitarismos estéticos.
Fuentes de inspiración. Su larga estadía en París y su contacto con Ravel, Debussy, Dukas, Saint-Saëns y D’Indy no desdibujaron el perfil español de su música. Sin embargo, Granados se remonta a la España de Goya y del siglo XIX. Es comprensible: ¿no es Goya –estricto contemporáneo de Beethoven– uno de los grandes heraldos del romanticismo, en todo lo que este tiene de oscuro y larval?
Granados busca la fuente de su inspiración en una España lejana, atávica pero urbana, no en el cante hondo que tan profunda impresión produjera en Falla. También preservó su estilo de la influencia del impresionismo francés: en su música la huella de Debussy o Ravel no tiene ni remotamente la hondura que sí percibimos en Falla y Albéniz. Hay más Schumann y Chopin en Granados que en sus distinguidos colegas. ¿Mira hacia atrás, la música de Granados? Sí, pero aportando algo inédito, algo nuevo: Granados no se confunde con nadie. Hay una “voz” Granados como hay una “voz” Mozart, Beethoven o Wagner (cuya técnica del leitmotiv y exorbitado cromatismo supo absorber).
Goya es muchas cosas: retratista de atildados aristócratas, recreador de estampas aldeanas, pintor del Siglo de la Luces, y anunciador del romanticismo: espectros, aquelarres, caprichos, las fantasmales imágenes que habitan el limbo subconsciente. Granados se enamoró del Goya campestre y del Goya espeleólogo de los abismos psíquicos del ser humano.
En 1911 compuso una suite de siete piezas pianísticas inspiradas por las telas del autor y la tituló Goyescas . En ella encontramos los amores de un majo y su maja, y un inquietante epílogo titulado Espectro . Granados supo, desde el fondo de su sangre, que con Goyescas le había hecho el amor a la inmortalidad: “He tenido la dicha de encontrar algo grande. Goyescas es una obra para siempre: de eso estoy convencido. Es una colección de piezas de gran vuelo y dificultad. Son el pago a mis esfuerzos por llegar. Dicen que he llegado. Me enamoré de la psicología de Goya, de su paleta. De él y de la duquesa de Alba; de su maja señora, sus modelos, sus pendencias, amores y requiebros. Aquel blanco rosa de las mejillas contrastando con blondas y terciopelo negro con alamares; aquellos cuerpos de cinturas cimbreantes, manos de nácar y de jazmín posadas sobre azabaches, me han trastornado...”
Las Goyescas , amén de las Danzas españolas y un puñado de canciones, son lo mejor que nos legó Granados. Compuesta en 1915 y estrenada el 28 de enero de 1916 en el Met de Nueva York, la ópera del mismo nombre, construida con las melodías de la suite, no ha logrado –salvo por su conocidísimo Intermezzo –- integrarse al repertorio estándar de las compañías líricas.
Granados viajó junto a su esposa a América, para el estreno. ¡Ay, ojalá jamás lo hubiese hecho! Recordemos que fue en barco, que estábamos en plena Guerra Mundial y los submarinos alemanes torpedeaban incluso a los buques civiles que sus periscopios sorprendían. Una absurda muerte, acarreada por el más absurdo de los hechos: la guerra.
Aferrado a la popa intacta del fracturado trasatlántico, Granados pudo haberse salvado, pero viendo que su esposa se ahogaba, se lanzó a rescatarla, en pleno canal de la Mancha. Perecieron ambos, junto a otras ochenta personas. Tenía 48 años. Era el 24 de marzo de 1916. Un día para la Historia Universal de la Infamia. Parafraseando a Harper Lee: ¿para qué matar a un ruiseñor?
Ponemos en boca de Granados lo que Jean Cocteau dijo poco antes de su muerte: “Finjan llorar, amigos queridos, que yo tan solo fingiré haber muerto”. Cuando escuchamos la música de Granados, nos damos cuenta de que aún la muerte le teme a la belleza superlativa, y de que su guadaña no tiene potestad sobre ella.