Desde 1992, cuando publicó su primera novela, Elena Ferrante había declinado dar entrevistas en persona o por teléfono. Por aquí y por allá daba algunas declaraciones, respondía algunos cuestionarios en Italia, pero no quería hablar con nadie, aunque todos querían hablar con ella. No podían encontrarla porque Elena Ferrante no existe: es solo un seudónimo.
La fama internacional le llegó con su tetralogía de “novelas napolitanas”, que contaba la apasionante y estremecedora historia de amistad de Elena (o Lenù) y Rafaella (Lila). Unidas desde los años 50 por un estrecho cariño, crecen en un barrio pobre en las afueras de Nápoles; crecen, se separan, piensan en su amistad, afrontan el crudo machismo de su ambiente, se convierten en mujeres... Viven, en suma, y los lectores avanzan con ellas por medio de la vívida prosa de Ferrante.
La prosa de ella es cálida y se deposita suavemente como cobija en el regazo. Las evocadores descripciones de ese Nápoles descarnado no ocultan una detallada observación del pueblo, pero no se trata de una nostalgia cariñosa; sus calles agrietadas y el olor a humedad han manchado la memoria.
“Teníamos 12 años, pero caminábamos por las calles hirvientes del barrio, entre el polvo y las moscas que los ocasionales camiones viejos alborotaban al pasar, como dos viejas sopesando nuestras vidas llenas de desilusiones, aferrándonos una a otra. Nadie nos entendía, solo nosotras dos –yo pensaba– nos entendíamos”, escribe Ferrante en La amiga estupenda .
Sus libros se tradujeron a otras lenguas europeas y, cuando salieron en inglés, la convirtieron en uno de los grandes nombres de la literatura (llegó a ser una de las 100 personas más influyentes, según Time ). Elena Ferrante era, entonces, una estrella a la que nadie había visto.
Pero hace pocos días, un periodista irrumpió en ese silencio.
Invisible
Tras su despegue en el mundo anglosajón, finalmente, aceptó que Sandro y Sandra Ferri, sus editores italianos, conversaran con ella para el número de primavera del 2015 de la revista estadounidense The Paris Review .
Acordaron charlar en el barrio napolitano de sus libros y, luego, caminar frente al mar, pero ella cambió de opinión pronto: “Los sitios de la imaginación se visitan en los libros”, dijo ella. “Vistos en la realidad puede ser difícil reconocerlos; son decepcionantes, incluso pueden parecer falsos”.
En aquella entrevista, explicó una vez más sus razones para ocultar su verdadero nombre: resistirse a la máquina publicitaria de las grandes editoriales, evitar que su reputación (o falta de ella) alterase la recepción de sus lectores y tener su propio espacio.
“Lo que nunca ha perdido importancia para mí, a lo largo de estas dos décadas y media, ha sido el espacio creativo que la ausencia abrió para mí”, dijo a los Ferri. “Una vez que supe que el libro completado encontraría su camino al mundo sin mí, una vez que supe que nada de mi yo concreto, físico, aparecería jamás al lado del volumen –como si el libro fuese un perrito y yo su dueña–, me hizo ver algo nuevo sobre la escritura. Sentí como si hubiera liberado las palabras de mí misma”.
La traición
El lector se encariña con el autor cuando las oraciones se empiezan a convertir en algo más. Las letras se liberan de la página y rondan dentro de uno buscando nuevos significados.
Leer sobre una adolescente italiana en los años 50 dice poco de mí, quizá, pero a todos nos han dolido los huesos mientras crecemos, todos tememos ser descubiertos como criaturas inmaduras, a todos nos aterroriza amar.
A todos nos ha traicionado un amigo.
Quizá por ello, aunque Ferrante permaneciera distante e invisible, los lectores sentían cariño por ella, aunque fuera un seudónimo, y por la firme convicción del poder de escribir en las sombras en la época de mayor exposición de nuestras vidas privadas.
Hasta que, la semana pasada, alguien la traicionó. O un periodista hizo su trabajo, según como se vea el caso.
El italiano Claudio Gatt i, en un reportaje en Il Sole 24 Ore , Frankfurter Allgemeine Zeitung , The New York Review of Books y Mediapart , ha unido los puntos y, finalmente, ha dado con quien podría ser la “verdadera” autora.
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Siguiendo el trazo de cuentas bancarias de la editorial italiana Edizione e/o y transacciones de compra de propiedades en Roma y la Toscana, Gatti concluyó que la traductora Anita Raja, esposa del escritor Domenico Starnone, es nuestra Elena Ferrante.
“A mí el nombre verdadero no me importa ni como editora ni como lectora”, dijo a El País Silvia Querini, editora de Lumen (que publica a Ferrante en español).
Raja no ha dicho nada; sus editores declinaron confirmar la información.
La reacción en el mundo literario fue de escándalo. ¿Por qué alguien dedicaría tanto esfuerzo a “desenmascarar” a nuestra estupenda amiga? ¿No es el texto lo que importaba, en vez de la persona que firma?
El Times Literary Supplement concluyó que el reportaje de Gatti no es “un trabajo importante de periodismo, intelectual, ética ni artísticamente”. Más allá del juicio moral que podamos lanzar sobre Gatti, considerando cuestiones como el derecho a la intimidad y la vida privada de una mujer, el caso plantea preguntas profundas sobre el oficio de la literatura en sí mismo.
Voz propia
Elena Ferrante, como una ausencia, que no una trampa, es parte esencial del proyecto artístico de la autora. Asociada por algunos críticos con la corriente de la autoficción que el noruego Karl Ove Knausgaard encabeza, convierte el tejido de su vida en ficción o, al menos, eso parece por el detallado conocimiento del pasado napolitano que da esa sensación de “vida vivida” en sus libros.
Pero, a la vez, Ferrante se nos niega, retira su biografía del medio y nos deja solo sus palabras. No detallo aquí el artículo de Gatti porque, como Ferrante, creo en el texto antes que en la firma, que resulta irrelevante.
Las mujeres han utilizado seudónimos para que su voz como autoras de literatura se valide igual que la de un hombre (como George Eliot o George Sand). Se han ocultado para hablar de temas prohibidos para una mujer, como el cuento sadomasoquista de La historia de O (firmado por Pauline Réage).
En el caso de Ferrante, la invisibilidad era parte de su proyecto literario: una voz que abre sus más estremecedores secretos se queda sin rostro. Los lectores solo contamos con el texto. Hombres o mujeres, no nos hace falta pensar cómo se ven ni quiénes son (se ha debatido por años si Ferrante es mujer u hombre).
Como escribió Katherine Angel en el blog de Verso Books , se ha efectuado una cacería basada en “una creencia de que las mujeres nunca tienen derecho a la privacidad, que las mujeres son esencialmente criaturas de propiedad pública, y una necesidad de destruir deliberadamente el intento de una artista y una mujer por crear condiciones para la sanidad en un mundo misógino”.
Al rajar el velo que envuelve a Elena Ferrante, Gatti no ha hecho más que sustituir una leyenda por otra: ha cambiado el silencio por la ruidosa figura del autor-Dios, el autor-Creador al que Roland Barthes mató hace tiempo.
¿De qué sirve saber si Elena Ferrante existe o no? ¿Cambia en una sola letra la vida que compartimos con ella en el Nápoles de los años 50? Si ella no estuvo allí, ni nosotros tampoco, pesa poco: los sitios de la realidad casi siempre son falsos. Significan porque los hacemos literatura, y porque la literatura nos hace. Nos da otro nombre, el cual tenemos derecho a callar.