En el 2000, Natalia Rodríguez lloró por primera vez en un escenario. Mientras interpretaba una soleá , la emotividad desbordó a la muchacha; las lágrimas fueron inevitable manifestación de una disciplina en la que Natalia se deja ser: en el flamenco, se siente –y se sabe– viva.
Natalia no se entiende sin el flamenco. Hoy una experimentada bailaora y profesora en la Academia Al Ándalus, Natalia inició su camino zapateado de manera fortuita. Una tía suya, hermana de su madre y profesora de artes plásticas en el Colegio El Rosario, tenía una alumna que daba clases de danza cerca de su hogar, en Sabanilla. No especificó el tipo de danza, y la mamá de Natalia compró un tutú celeste.
Fue grande la sorpresa cuando Natalia vio, por primera vez, las enaguas de lunares, los zapatos que golpeaban el piso de madera con fuerza; la energía pura de las bailaoras. La alumna de su tía era Rocío González, quien hoy es directora de Al Ándalus. Hija de Patricia Urrutia –profesora de baile y una de las pioneras del flamenco en el país–, Rocío se convertiría, con el tiempo, en casi una hermana para Natalia.
Era 1991 y el flamenco seguía siendo un misterio para buena parte del público tico. En la academia se juntaban las niñas del barrio en vacaciones, antes de lanzarse a la calle a andar en bici. El flamenco era una diversión.
Años después, el divorcio de sus padres y su mudanza –eventos complicados para la familia y para la chica de 14 años– permitieron a Natalia descubrir que el flamenco había dejado de ser mera diversión: “No tenía la academia a 200 metros de casa; pero sabía que quería seguir bailando”.
Flamenco mata todo. Cuenta Natalia que una amiga le preguntó cuánto tiempo toma aprender a bailar flamenco. “Esto no se termina; uno nunca deja de aprender”, le respondió. El flamenco, como cualquier forma de arte, evoluciona constantemente: está vivo. “Es para toda la vida”, asegura Natalia. “El flamenco mata todo”.
En un país donde la gente es poca, la que se interesa en las artes es menos y la que presta atención a una disciplina en particular es ínfima, el flamenco ha ganado terreno durante los últimos años. Natalia estima un público de 3.000 aficionados en el país. Quienes lo practican varían en su nivel de compromiso. Es una disciplina atractiva pero también muy exigente, lo que no pocas veces ahuyenta a quienes intentan practicarla. El origen del flamenco no es el baile, sino la música. A ambos se les suma el cante: la trilogía flamenca, difícil y exigente en todas sus formas.
Cuando Natalia habla de flamenco, habla de familia. En torno al baile ha desarrollado amistades que trascienden un gusto en común. Sus momentos favoritos en el escenario tienen que ver con nuevas generaciones: recuerda cuando vio a Rocío, su amiga y maestra, bailar embarazada de Triana, su hija, que hoy tiene 7 años y ya zapatea.
Otro momento trascendental ocurrió el año pasado, cuando Al Ándalus presentó el espectáculo Con el alma aferrada , sobre migraciones. La última coreografía era interpretada por las tres profesoras de la academia: Rocío, su hermana Alicia y la propia Natalia. Al final, Natalia sacó un par de zapatos pequeños y se los entregó a Alicia, entonces embarazada. Fue una representación de que la vida pasa, pero el flamenco es constante. “Yo nunca he dejado de bailar, desde que comencé. No me he tomado un descanso. He crecido toda mi vida junto a las bailaoras. La vida se me ha ido en esto, gracias a Dios”.