Fernando Thiel nunca olvidará el día que una pequeña niña no paraba de reírse frente a una de sus marionetas. Tras una larga erupción de risas burbujeantes, hubo un silencio entre ambos.
“Fue en una época donde estas situaciones me sobrepasaban. La niña… –dice el titiritero mientras toma un respiro–, la niña… había sido violada. Yo me quedé viéndola y era increíble lo que estaba haciendo: reírse. Luego, llegué a mi casa a dormir como si eso pudiera hacer que olvidara todos los problemas del mundo”, cuenta con melancolía mientras su acento argentino se raspa entre recuerdos y tristezas.
Desde hace poco más de 30 años, Fernando Thiel no ha abandonado el territorio costarricense. Durante tantos años, se ha convertido en el gran referente del teatro infantil, con títeres inolvidables que han aparecido en todos los teatros y canales de televisión nacionales.
Sería imposible calcular la cantidad de risas que Thiel ha atrapado en tanto tiempo. Miles de personas se han reído de las poderosas historias que el argentino ha creado, sin saber que, durante todo este tiempo, él ha tenido que exponerse a toda clase de situaciones.
“Lo digo con alegría. Es una maravilla vivir de esto. Por supuesto que uno conoce refugiados, indígenas, niños que han sido víctimas de violencia…, muchas poblaciones vulnerables. Al principio, no creí que soportaría escuchar historias tan fuertes, pero justamente escuchar el entusiasmo y divertirme con todos, me ha hecho feliz”, confiesa.
Tras el final de temporada de su último montaje, Y ahora, ¿a qué jugamos?, el intérprete aprovecha sus ratos libres para descansar, con el único objetivo de retomar energías para hacer lo que más le divierte: estar frente a la gente.
El adulto que quiere ser niño
Fernando Thiel ama caminar. Mientras da pasos para llegar a su residencia en Sabanilla, fantasías y criaturas inexistentes aparecen en su mente como sacudidas salvajes.
“A veces, el cuento viene primero y los títeres después, o viceversa. Lo importante es que yo pueda estar con los niños jugando para que ellos mismos me sugieran ideas para otras obras”, cuenta Thiel.
Usualmente, cuando se dirige hacia su casa, aparecen desconocidos para lanzarle algunas frases. “Oh, es usted el que salía en Tarde de leche y galletas, ¿quiere que lo lleve a su casa?”, suelen decirle. “Yo llevé a mi hija a una de sus presentaciones y quedó fascinada. ¿Le doy un aventón?”, también es otra frase que le han dado.
Hace 33 años Fernando Thiel Furlano llegó al país en 1985, cuando tenía 21 años y el encargo de dar clases de teatro.
“El entonces ministro de Cultura, Leonel González, me invitó para enseñar en el Instituto Educativo Moderno, donde pasó gente de todo tipo. Desde ahí, empezaron a decirme profe loco”, afirma entre risas.
A pesar de que solo esperaba quedarse por unas semanas, cada día recibía noticias de que en nuevos sitios del país esperaban su visita. “Cuando me di cuenta, ya habían pasado meses acá. Ir a los pueblos me gustaba mucho porque me sentía muy identificado, me sentía como en mi casa de infancia”, recuerda.
Thiel nació en un barrio de Santa Fe llamado Centenario, donde las necesidades eran variadas cada día. Era una comunidad muy afectada por la pobreza y el arte funcionaba como un mecanismo de escape.
“Desde pequeño, yo tenía las ganas de conocer más cosas, y me iba solito en un bus a conocer personas de otras ciudades y qué cosas artísticas hacían. Casi que mi casa era un hotel al que solo llegaba a dormir. Tenía mucho apoyo de mis papás y solo así entendí el sufrimiento de la gente, a muy temprana edad”, rememora.
A los 7 años, Thiel debutó en la televisión nacional argentina; eran tiempos de la imagen en blanco y negro. El niño Fernando aparecía en un programa mañanero y se presentaba con las marionetas que le hacía su padre.
El titiritero no olvida cómo realizaba, junto a sus hermanos, metáforas sobre las culturas indígenas, con una marioneta de diablo que se refería a la colonia española. Desde pequeño, Thiel quería alejarse de las convenciones existentes.
“Eso me pasó factura cuando llegué acá. Me sorprendió mucho que la gente quería que todo el teatro fuera tipo fabula de Disney, con animalitos y nada más. Yo quería hablar de problemáticas que dan los mismos niños, los miedos, la oscuridad, el mirar bajo la cama… Hasta que me llevé la sorpresa”.
En sus primeros días en Costa Rica, Thiel se sentía muy a gusto con las giras a distintas comunidades del país. Lo que no imaginó es que, poco a poco, el furor de las historias que recibía por parte de su público lo destrozaba.
“Hay que ser muy humilde y llegar a todo tipo de barrio con los oídos abiertos. A veces las historias son muy fuertes”, dice el argentino. “En otra ocasión, una niña me dijo que quería suicidarse. Yo no sabía cómo enfrentar eso. La pobre niña comía como perro donde vivía, ni le daban una cuchara. Yo vivía eso y no lo aguantaba. No me servía de nada el arte si yo no podía ni escuchar a los niños, a quienes yo les dedico mi vida”.
Tras muchas noches de insomnio y pérdida de apetito, Thiel se dio cuenta de que el arte podía complementarse con algo más. Se dedicó a estudiar formalmente psicología y decidió que todas sus obras estarían influenciadas por teorías científicas.
“Así logré la madurez artística. Cuando llegué al país, mi trabajo era más de improvisación. Después de estudiar psicología, pienso más, me voy encontrando con los personajes y me conecto más con los niños”, asegura el artista.
“Abrir ese mundo le cambia todo a uno”, agrega el marionetista, “pues uno aprende que, por ejemplo, las prostitutas no hacen su trabajo por ganar plata, sino por otra cosa. Igual los hechos de violencia, igual las historias familiares que no se olvidan. El foco que debe tener el arte es poder funcionar como un puente para que las personas se sientan mejor. No me gustaría que eso acabe”.
Eterna curiosidad
Fernando Thiel está en el taller que construyó en el patio de su casa. Toma unas marionetas de esqueletos que están regadas sobre el escritorio y comienza a jugar de ellas como si se tratara de un niño.
“Ya nadie va al cementerio”, dice mientras queda mirando a los títeres. “El día de los muertos prácticamente desapareció, ya no se celebra la muerte… Lo que queda es construir un circo para atraer a las personas al cementerio”, asegura.
Continúa mirando su escritorio mientras devela la idea de su próximo montaje: un evento circense de esqueletos hechos títeres. Según su testimonio, nunca había diseñado unas marionetas tan complicadas como estas.
“Es que son puro hueso. No hay carne entonces cuesta construirlas. Mirá a este rasta”, dice mientras toma otra marioneta. “Yo lo único que puedo hacer es ponerle una peluca afro y listo”, comenta y suelta una risa ligera.
Tras unos segundos de silencio, Thiel continúa su discurso. “Es difícil sacar a la gente de los mismos cuentos clásicos. Por ejemplo, El principito se ha hecho mil veces en todo el mundo y es una historia que no fue escrita para niños. A veces hasta los niños se aburren. Creo que se necesita un teatro de problemáticas reales pero abordado con humor”, afirma.
Sin creer que todo pasado fue mejor, el intérprete suele pensar que, cuando llegó al país, había más oportunidades de hacer un tipo de teatro más social, enfocado más en sanar que en simplemente entretener.
“Siento que el país ha ido perdiendo la identidad cultural. Se llega a pensar que hacer teatro es desperdiciar la plata, cuando lo que hace falta es salud mental. Los grupos sociales aprovechan el arte para denunciar, para hacer catarsis”, expresa.
¿Será que él también se siente afectado por esto?
“Ahora me siento muy presionado, ahogado. Siento que hay muchas cosas que se pueden hacer, sea desde la televisión o el teatro”, confirma. “Yo no quiero decir hacia dónde va el futuro del teatro, pero sí hay que trabajar con temas frustrantes como el bullying, la depresión, la marginalización…”.
Para lograr construir ese sueño, cree en una receta sin secretos: seguir siendo niño.
Desde la última década, Thiel ha comenzado un proceso de formación de artistas enfocados en el arte infantil. Desde sus clases en diferentes institutos, colegios y universidades, el argentino cree que se puede voltear una espiral de violencia que lo golpea cada vez que lee noticias desastrosas.
“Yo sé que parezco viejito, pero no estoy viejito todavía”, manifiesta el artista de 65 años. “Quiero dejar trascendencia, quiero que más gente trabaje con y para los niños; que no vean el teatro para niños como un arte menor, porque es mil cosas menos eso”, concluye.