
Fernando Chaves Espinach
L a poesía no llena ninguna ausencia. No explica nada, pero sí se rebela: “Lucho para convocarte en los segundos / que van consumiendo las cenizas”, escribe Guillermo Fernández. Hojas de ceniza , su libro más reciente, batalla.
“Este es el producto de una elaboración poética sobre un diálogo con la muerte, un diálogo cotidiano con la muerte en tanto perdure el duelo”, dice el autor, para quien el poemario prolonga algunos temas e imágenes de su última novela, llamada Te busco en las tinieblas .
La muerte ha sido tema de sus versos y prosa desde los años 80, de uno u otro modo –los sicarios, las desapariciones, los misterios–. Así se aprecia en colecciones de cuentos como Tu nombre será borrado del mundo (2013) y su novela negra Ojos de muertos (2012).
Sin embargo, en Te busco en las tinieblas y Hojas de ceniza , transmuta en letras un proceso de duelo muy íntimo, a raíz de la pérdida de su hijo, en el 2012.
Nada ni nadie puede explicar una fractura en el calendario tal como la produce la muerte de un hijo.
“Aprendé a oírme donde estés”, le dice Fernández en el poema n.° 18, núcleo de su libro. “No se deshoja un muerto tan querido / tan sencillamente como un árbol”.
A los pies de este otoño, el lector se adentra en un poemario que, en medio de la bruma, encuentra claridad en las palabras. Ilumina al propio autor: “La oportunidad que me ha dado la literatura de explicarme no me la hubiera dado otra cosa”, dice Fernández.
Vacío
“Para mí, la poesía es siempre nostalgia de algo: nostalgia de la justicia, nostalgia de una persona que se fue o desapareció, de la infancia… quien no padece de nostalgia, no escribiría poesía”, considera Fernández.
Tal ausencia no se identifica en su obra únicamente con el luto ni con la pasión amorosa, pues puede ser “ausencia de un mundo donde podamos vivir y no solamente subsistir”. “La poesía es un medio con el cual se amonesta el obstáculo, la adversidad. Nos defiende de la humillación de simplemente subsistir, sobrevivir, o ser uno más de un engranaje ciego”, dice.
Sería impreciso considerar a Fernández un pesimista, pues eso sería negar la vitalidad que busca imprimir en su ejercicio del lenguaje. “La poesía me sirve para convertirme en un testigo. No existe otra forma en que pueda ganarle la partida a las situaciones de la vida. Con solo decir que estoy presente, que lo viví, eso ya es un remedio, precario, pero al fin, lo único que puede hacer el ser humano”.
De este modo, la letra abre espacios de resistencia aunque la consciencia de la oscuridad pese sobre la persona. La literatura es una forma de decir “conozco las fronteras de la vida, los límites de mis propias aspiraciones y defectos, pero siempre se ha sobrepuesto el deseo de vivir”.
Lo más feliz del proceso, claro está, es que el libro es un espacio compartido. “Cuando ves que tu libro es comentado y hay que personas que se acercan y te dicen que, a través de tus palabras, han experimentado algunas emociones, es una extraña motivación, algo sorpresivo”, confiesa Fernández.
En esa comunión es posible, quizá, hallar las explicaciones que la soledad no puede. La literatura de Fernández, a lo largo de los años, no se ha desligado de hondas preguntas morales, de la naturaleza del mal como una espina necia –libros como Babelia (2006), en su mundo sin utopías, hablan de cómo se infiltra en nuestra sociedad–.
Su literatura, diversa en temas y constante en seriedad, tendrá una nueva plataforma en la antología Camino de estelas , que editará la EUNED este año. Al cierre de este ciclo sobre el duelo, llega la hora de echar una mirada atrás, hacia lo que Fernández ha estado conversando con sus lectores. Es un mundo rudo el que pinta. La poesía no llena ninguna ausencia, pero la hace habitable.