Líder vacilante es quien toma las últimas indecisiones. No es que sea malo ser un líder, mas el problema es que, cuando un líder se equivoca, todo el mundo queda mirándolo, como cuando uno sale mal vestido en los temblores. Por esto, si uno es líder, lo mejor es dejar todo para después, y después es el nombre del siguiente gobierno cuando uno ya no sabe qué hacer con el propio.
En los finales de los gobiernos, los gobernantes piensan: “¿Cuándo se acabará esto?”: o sea, lo mismo que piensa la gente; y, gracias a esta coincidencia, el fin de un gobierno es el instante en el que un líder se reencuentra con su pueblo.
Después es un desván lleno de futuro. Claro es, el liderazgo tiene compensaciones, como la fama, pero la fama solamente es la indiscreción más fotos sin alfombra roja.
El vacilante naufraga en un mar de dudas. El lema del hesitante es: “Nunca dejes para mañana lo que puedes no hacer hoy”.
Lo cierto es que no hace falta ser un líder para ignorar qué hacer. Así pues, las elecciones son las esquinas donde nos asaltan las dudas.
La incertidumbre también puede ser más elegante: id est, literaria. Por ejemplo, cuando uno se dispone a leer un libro de don Dámaso Alonso y Fernández de las Redondas, ignora si el nombre del autor se acabará antes que el libro.
Según una tradición, el padre fundador de la dubitación es Hamlet, príncipe de Dinamarca, reino que estaba lo suficientemente lejos en la geopolítica de Shakespeare como para que el gran dramaturgo inventase cualquier cosa del pobre Hamlet sin correr el riesgo de sufrir una demanda por difamación.
Por sus subterráneas introspecciones dignas de un atormentado histrión del Actors Studio, el dubitante Hamlet parece un personaje del teatro salido del cine.
En el país de las dudas, el príncipe Hamlet es el rey, aunque el –en todo sentido– inmenso crítico Harold Bloom no considera hesitante a Hamlet, sino solamente contradictorio (Shakespeare: La invención de lo humano, cap. XIII).
Como fuere, para muchos lectores, Hamlet es un vacilante, sin duda. En este sentido, Gore Vidal crea una escena en su novela biográfica Lincoln: Abraham Lincoln expresa repetidas repetidas dudas, de modo que su ministro William Seward “escucha con desesperación a ese Hamlet presidencial” (cap. XI).
La duda ostenta prosapia filosófica, y es célebre la “duda metódica” de René Descartes. Luego de buscar una verdad sólida en la cual creer, él decide que la conciencia de sí es la única verdad segura: “Pienso; por tanto, existo”. Sin embargo, aquello no es tan sólido. Si duermo y no sueño, no pienso, pero sí existo. La piedra no piensa, pero existe.
La única prueba sólida de nuestra existencia es el cambio: si mi cuerpo ha cambiado, existo; si mi entorno ha cambiado, existe.
Es interminable el tema de la duda pues, cuando el tema es la duda, uno no sabe cómo salirse del tema.