El griego Hiparco de Nicea inventó tantas cosas importantes que, si, en vez de hacerlo, hubiese inventado excusas, habría llegado a ser ministro-a, o al menos presidente-a-o, y no se habría quedado en científico de la Antigüedad. Los libros de historia anuncian que Hiparco nació hacia el año menos 180, y que murió después, en el menos 125.
Eso de nacer hacia (no en) creó complejos de inseguridad porque, cuando la gente buscaba trabajo, se presentaba diciendo: “Yo nací en el hacia menos 220 a. C.”, y esto ya era un punto en contra pues revelaba cierta imprecisión autobiográfica.

En los tiempos de Hiparco, la gente se decía: “Aprovechemos que hemos nacido en la Antigüedad para inventar las cosas”, y era frecuente oír diálogos como este:
–Filodemocratílides del Helesponto: estoy tan aburrido que vengo a hablar con usted. ¿A qué se dedica últimamente?
–Yo ya estoy contra el atomismo que inventará Leucipo.
–Demasiado tarde: se le adelantó un tal Tales de Mileto.
Volviendo a Hiparco, él fue un gran inventor, pero su tremendo desliz como astrónomo fue creer en el geocentrismo; es decir, en la loca idea de que el Sol gira alrededor de la Tierra; pero el Sol es tan grande que, si girase así, no podría ni agarrarse de la gravitación universal y nos quedaríamos dessolados.
Es cierto que, in illo tempore –en aquel tiempo–, casi todos eran geocentristas porque el error abriga cuando son muchos los equivocados. Empero, también entonces hubo militantes de la oposición, como Aristarco, quien postuló el heliocentrismo. En Uno y el universo (sub voce “Heliocentrismo”), Ernesto Sabato recuerda que, por aquella tesis, acusaron de impiedad a Aristarco. Esto suele hacerse hasta que la razón entra en razón.
Pese a todo, Hiparco acertó en otros ámbitos: calculó bastante bien la distancia que hay entre la Tierra y la Luna, y entre la Tierra y el Sol; inventó las trigonometrías plana y esférica, por lo que los colegiales lo recuerdan con afecto; y descubrió la precesión de los equinoccios, algo tan difícil de explicar como de entender, de manera que nos excusamos por esto último.
Enterado de que las mareas no son igualmente altas en el océano Atlántico y en el Índico, Hiparco supuso que los separaba una enorme barrera, que Colón halló siglos después (Piergiorgio Odifreddi: Elogio de la impertinencia, cap. III).
Hiparco, sospechador de América, es un bello ejemplo de imaginación científica: de ciencia pura, ajena a toda utilidad visible, como la califica Mario Bunge (Ciencia y desarrollo, cap. II). El científico puro ansía saber si el átomo es un breve sistema solar o un bulbo esferoidal: no quiere dinamitar atómicamente al mundo, trabajo que harán los técnicos y los políticos. La ciencia pura es tan útil e inútil como el arte. “Prefiero entender una sola causa que ser el rey de Persia”, ha dicho para siempre el gran Demócrito.