Marco Aguilar se encarama una jacket gris y señala un lote de monte crecido en donde estaba la casa de la familia Bravo Brenes.
Muchas veces subió desde Turrialba hasta Guayabo, en las estribaciones del volcán, para visitar a don Joaquín Bravo y doña Cristina Brenes, padres de su amigo Jorge Delio.
Ya cuando Jorge –hijo mayor de ese matrimonio– estudiaba en el centro, llegaba con una cámara fotográfica, que Rosie, la hija menor, aún recuerda.
Rosie vive en la humilde vivienda que don Joaquín armó con maderas de la casa vieja en donde Jorge había crecido.
Conversa tímida en la sala y de a poco se suman sus hijas y uno de sus nietos. Le pide a Marco que hable más de su hermano, de quien poco recuerda pues murió con apenas 29 años y, para entonces, ella era apenas una niña, de la edad de los hijos de Jorge y Margarita Salazar.
Jorge Delio Bravo Brenes, poeta hoy conocido como Jorge Debravo, nació hace 75 años, el 31 de enero de 1938. Delgado, blanquísimo, cabezón, de cejas tupidas y de ojos verdes, de niño aprendió a escribir haciendo garabatos con un palito de durazno en hojas soasadas de plátano, y de joven le llamaban el loco, por andar leyendo siempre, hasta caminando y a tropezones. En su cumpleaños se celebra el Día Nacional de la Poesía.
El niño y los libros. “Él vivía sus poemas, eran cosas que llevaba en el alma”. Margarita contagia su emoción al hablar de Jorge, y es contagiosa, también, su alegría y su tristeza. Se conocieron en Santa Rosa, de donde era oriunda, y se casaron semanas después sin ella saber que aquel empedernido lector era, también, un escritor.
Con los años y ya nacidos Lucrecia y Raimundo, la familia se iría amoldando a la exhaustiva y cotidiana labor del poeta. Ella, matriculada en el colegio nocturno, hacía la tarea en la mesa del comedor, acompañando a Jorge mientras este escribía, fumando cigarrillos Capris, faldas por fuera y sin zapatos, como acostumbraba.
El trayecto entre Guayabo y Santa Cruz era el que debía de caminar Jorge cuando niño para asistir a la primaria, de haber asistido. Pero, en cambio, acompañaba a su papá a la milpa y al potrero.
Su mamá, que había llegado a tercer grado de escuela, le enseñó a leer. Y un maestro de Torito, que pasaba al frente de su casa, le empezó a poner tareas, impulsando la inteligencia del niño.
Ya para entonces escribía. “Doña Tina nos dijo un día: –Jorge, sin saber nada de un poema, me dice: –Mami, escribí un poema”. Para solventar la ausencia de libros en la casa, guardaba las hojas de periódico en las que envolvían los comestibles que compraban en un comisariato en Santa Cruz y los leía a la luz de una canfinera. De ahí que los ojos verde claro de Jorge aparezcan en las fotos en blanco y negro, acompañados por gruesos lentes.
Gracias al apoyo de la esposa del dueño del comisariato y directora de la escuela local, Jorge Debravo fue matriculado en quinto grado, cuando tenía 14.
“Una semana después lo pasaron a sexto pues ya se sabía todo”, asegura Margarita. Un año más tarde fue a dar adonde Dulcelina, abuela paterna, al centro de Turrialba, para cursar secundaria gracias a una beca municipal.
Así Jorge pasó de leer el diccionario que se compró –dice Joaquín Gutiérrez en el prólogo a Antología mayor , “trabajando en una milpa”– a tener bibliotecas disponibles, libreros de amigos y vecinos.
Tío Jorge. “En mi recuerdo está que venían Laureano Albán y él”. En la sala de madera con agregados de concreto, doña Rosie le pide a Marco Aguilar que hable de Jorge. “Yo siempre he querido saber cómo era él, la forma de ser”. Fue la hija menor del matrimonio Bravo Brenes y apenas conoció a su hermano, a pesar de que fue él quien pidió que la nombraran así, Rosie. Ella luego nombraría a una de sus hijas como Rosa, manteniendo el tono poético de la familia.
Rosa habla, desde la cocina, donde se escondía poniendo atención. Pregunta si el que habla de Jorge, si ese que cuenta de cuando llegaban a visitar a don Joaquín y doña Tina es el mismo amigo del que todos hablan. Uno de esos dos –Aguilar y Albán– que acompañaban las andanzas de su tío.
Rosa se acerca empujando el coche de su sonriente Damián, de 10 meses. A Damián su mamá le lee poemas de Jorge, una y otra vez. En particular uno que lleva apuntado en cuaderno de hojas sueltas. Lo copió de Internet, cuenta, olvidando apuntar el título. También excusa que un fragmento donde no entiende la letra se lo copió una de sus tres hermanas al momento en que ella debió atender a Damián. Lo lee en voz alta. Su voz aguda, casi de niña, se transforma.
Margarita, días después, toma uno de los libros, lee un poema. “La poesía de Jorge es un mensaje a la humanidad, una lucha del hombre, una poesía para el futuro”, resume con los ojos llorosos, al finalizar Sonata en tristeza mayor . Deja el libro abierto sobre la mesa.