Decía Antón Chéjov, maestro de tantos cuentistas latinoamericanos, que los personajes de los cuentos son y deben ser necesariamente marginales: seres desconocidos, anónimos, pequeños, infames y sin fama; torturados por tragedias íntimas que nunca aparecen en los textos de historia; seres que también celebran, como cualquier persona, hasta la más sencilla de sus victorias cotidianas.
Isabel Gamboa Barboza parece conocer esta sentencia pues sus Veinticinco cuentos perversos están poblados por este tipo de seres y por sus constantes desventuras y martirios; además, los articula un espíritu común, el afán –también podríamos llamar ‘deseo’– de denunciar la injusticia y evidenciar el sufrimiento psíquico y social que se padece tras la aparente calma de la vida rural. No todo es paz y trabajo en el campo.
El campo no aparece en estas ficciones en descripciones geográficas y mucho menos idílicas o románticas; aparece en la subjetividad dañada de los personajes, expuesta por un narrador o unos narradores que se involucran en las historias y que sufren o han sufrido con los personajes que crea su imaginación.
A pesar de la vertiente antipsiquiátrica de los cuentos, el campo aparece en su enfermedad mental y en esas relaciones de poder patriarcales, profundamente desiguales, que llegan a corroer hasta el límite la conciencia de sus gentes.
El campo aparece en la culpa y en el masoquismo moral que se deriva de la práctica secular de los mandatos católicos; aparece en la violenta subordinación de las mujeres y sus roles en aquellas casitas que se extienden cuadra a cuadra en las cercanías de un parque y un templo.
Siguiendo un catálogo de personalidades foucaultianas y una que otra interpretación lacaniana, el campo aparece en estos cuentos en los onanistas, los locos, los homosexuales, los viejos, los lisiados y los deformes que se describen a la luz de los prejuicios más crueles y se exponen con el dramatismo de alguien que lanza una piedra y disfruta con su sonido al caer donde debe caer. Tal vez en ello, en ese goce de los narradores o de la narradora, es donde resuena lo perverso del título de este cuentario.
“Se supo reponer muy bien de todo eso, obligarse a creer, cada vez que lo dudaba, que era una persona suficientemente llamativa como para merecer la atención de otras. No recordaba que antes, cuando niña y jovencita, su abuelo que la crió se relacionaba con ella solo con el intermedio de un garrote llamado coyunda tiesa, y que si le hablaba era para señalarle lo mal hecha y huérfana que estaba”.
La debilidad de los pacientes ante el saber y el poder médico tantas veces denunciado por Michel Foucault, el estigma social que dejan en el cuerpo y en el alma los diagnósticos psiquiátricos al mezclarse con los prejuicios y las frustraciones de la cultura popular, la violencia de la comunidad contra el raro o la rara, las inhibiciones, la timidez y el miedo de campesinos que llegan a la ciudad o, incluso, campesinas que, ya como profesionales debidamente reconocidas, arrastran sus taras junto al equipaje que cargan en aviones que las hacen cruzar mares y cambiar de continentes. “Infancia es destino”, resuena la frase en algunas escuelas psicoanalíticas.
El miedo, la soledad, el suicidio, la dominación, la brujería; el goce ante el dolor del otro, ante el dolor de los más débiles, el goce que se denuncia, el goce que se narra, el goce de narrar, son temas que saltan y resaltan en estas páginas de ficción, de lenguaje llano y de imágenes de fuerza más que sugerente:
“Se trataba, no lo he dicho, de perros criollos de cacería que su padre, cuando estaban grandes y sanos, solía ofrecer en la cantina asegurando que eran capaces de cazar, si estuvieran en el lugar indicado, hasta un león. Se trataba, no lo he dicho, de perros que eran comprados para apuestas en las que había dos bandos: el de los perros y el de los toros de lidia. Tras el fin de cada apuesta siempre quedaba un cuerpo muerto. Es harto sabido que la fama que tienen los toros de lidia de ser fieros es bien ganada. Así, la niña que no era amada ni por su padre ni por su madre y que por eso mismo tenía la vida apagada, cuidaba, sin saberlo, a perros que, igual que ella, estaban también muertos”.
Como siempre, le corresponderá a los lectores entrar o rechazar el universo de ficción que la autora propone, le corresponderá a los lectores determinar si estos “veinticinco cuentos perversos” tienen autonomía propia y sus personajes han adquirido soberanía e independencia literaria frente a las ideas sociológicas y a la sensibilidad de la que parecen nutrirse.