
Los niños nunca olvidan, escribió Virginia Woolf. El cuerpo se estira, la cara se oscurece, los ojos se gastan, pero el niño queda adherido toda la vida a un momento de su infancia: cuando esta acabó.
A ese punto de quiebre viaja Dígame quién soy yo, madre (Diagonal), la primera novela del editor y escritor Juan Hernández. Toma el ritmo de un monólogo y lo despliega a lo largo de una existencia acosada por el tiempo perdido. Su protagonista lucha con ser hijo, padre, adulto, niño.
La novela se propone “entender la cicatriz, saber que tengo una cicatriz en la vida”, dice su autor. “Siempre la voy a tener presente, tengo que aprender a lidiar con ella. Es verse en el espejo un cuerpo lleno de cicatrices, una vida cicatrizada”.
Así, con ese punto de partida en la muerte de una infancia, la novela transcurre como una espiral, que reitera dos palabras, “soy yo”, un encantamiento, una llave que podría abrir puertas de una identidad en constante flujo. ¿Quién es uno: todos los momentos que quiso dejar atrás? ¿Los que quisiera preservar íntegros en la memoria?
Dígame quién soy yo, madre se plantea como una investigación de la familia –su violencia y su amor–, el machismo y la identidad. “He sido víctima y victimario. Nadie nace feminista, ni de izquierda ni intelectual; es una formación, un aprendizaje”, dice.
“Sentía una necesidad muy grande de examinar ese tema fuera de los círculos académicos. No encontré otro lugar mejor que narrarlo a partir de mi experiencia y con la familia de crianza”.
En la novela, la familia se convierte en un ring donde todos golpean con los ojos vendados: “La regla es que la familia es el núcleo de la sociedad; sostengo totalmente lo contrario, puede ser el cáncer de una sociedad”. Habla de “la muerte de un niño, cuáles son los mecanismos de destruir una infancia, de marcar a una persona”.

Como dice Hernández, esta visión más cruda de la familia “normal” costarricense (heteronormativa, patriarcal) permite explorar lo que se narra poco. Como dice, muy a su modo, “las familias normales costarricenses son mamá y abuela, y muchas veces son varios hijos de diferentes padres”.
En el libro, varios personajes se identifican como “la hermana de mi abuelo”, “la hija de mi tía” y términos afines; establecen una distancia que invita a cuestionarse cómo se define una familia, cuán frágiles son los vínculos y cómo cambian.
Esta destrucción se narra desde una ternura muy cálida, una sinceridad como de animal herido. “Desearía no ser memoria que habla, que piensa”, dice el protagonista, que salta entre pasado, presente y futuro. “Soy yo. Somos todos nosotros. Huyendo de un pasado colectivo que nos vio crecer”.
Metáforas heridas
Juan Hernández llegó a la literatura por la vía de la política: esas fueron sus lecturas por muchos años. Luego encontró la metáfora, con su poder irrestricto. “Recuerdo cuando leí a Mark Twain, que es literatura sumamente política. Pocas veces había entendido tan bien la política y el sistema capitalista a través de la literatura”.
Con el tiempo, los libros se convirtieron en el centro de su vida. El trabajo con la Editorial Germinal, desde el 2010, coincidió con su debut como autor: el poemario Insomnio .
“Necesitaba saber qué se sentía, en la Costa Rica de hace siete años (que era otra cosa), publicar un libro, que fuera un libro de poesía, y romper moldes del trascendentalismo, de la cosa urbana clase media que se estaba haciendo en ese momento”, recuerda. Tal gesto rebelde incluía lo natural: la muerte de su padre literario, la carta a la exnovia, la imitación, lo que contiene un primer libro.
Luego, Germinal lo llevó a editar a autores de Centroamérica y el Caribe con estilos dispares, atrevidos y muy actuales. También, claro, le enseñó la prudencia propia a la hora de publicar: “En el medio se piensa primero la publicación antes de empezar un texto; la gente visualiza el libro antes que el texto. Por eso hay un exceso perturbador de libros que no se leen”.
Tal prudencia extiende el periodo de creación de un libro, así como la complejidad de la investigación, pero a Dígame quién soy yo, madre se suma la cercanía a la médula. “Es literatura, a fin de cuentas, y la literatura me interesa también como acto de curación. Escribir es un ejercicio muy solitario”.
“Es un proceso de sanación muy personal y muy íntimo, aislado. Es como estarse viendo al espejo todo el tiempo”, dice. Hernández acepta los riesgos de la autoficción –tan discutida en nuestra época–: “Me siento cómodo en tanto pueda poner a responder primero el cuerpo que la palabra”. Abrirse es desintegrarse, en cierto modo.
Esa masculinidad herida tiene forma de mascota: “El perro es algo muy integrado a la sociedad, pero al mismo tiempo es receptor de toda la violencia. Si no está el perro, le pegan al chiquito; si no está el chiquito, le pegan a la mujer. El perro absorbe la mayor cantidad de males: si no hay qué comer, lo echan a la calle; si está enfermo, lo abandonan en cualquier lado”.
En el autorretrato-ficción que esboza, Juan Hernández no teme dejar las manchas del carboncillo. La memoria dibuja así porque es el rastro de muchos años de trabajo. El oficio de amar desgasta, pero también hace posible la literatura.