Punto y contrapunto no es un libro sobre la construcción de la Plaza de la Cultura, sino un caballo de Troya, como lo fue desde su inauguración el edificio mismo de los Museos del Banco Central de Costa Rica. En esta investigación, el arquitecto y escritor Andrés Fernández guía un viaje por más de un siglo de historia costarricense, desde los vaivenes políticos del liberalismo de fines del XIX hasta el último suspiro de la Segunda República y la puesta en marcha del llamado neoliberalismo.
Por eso se detiene en detalles que sobrepasan, por mucho, lo eminentemente arquitectónico o urbanístico, y se adentra en el devenir social de Costa Rica para mostrarnos cómo este queda plasmado en la arquitectura y el desarrollo de la capital.
Fernández se remonta a las últimas décadas del siglo XIX para explicarnos la importancia de un ícono urbano, arquitectónico, cultural y social construido a finales del siglo XX. Eso no es casualidad.
La arquitectura es vestigio de la historia, la materialización del paso de los seres humanos por un lugar. También es un vestigio de la identidad concebida, de la cultura creada, y eso está evidenciado en este viaje.
Tanto hablan de nosotros los templos católicos construídos sobre templos indígenas como los parqueos construídos sobre una biblioteca. La identidad negada, destruída o transformada también conforma lo que somos.
Por eso Fernández se detiene, nomás arrancado el libro, en el proceso que condujo a la creación del Teatro Nacional, y junto a él de otros muchos edificios levantados durante la época liberal y que con la “modernización” fueron traídos abajo.Pero esta correlación entre arquitectura y cambios de una sociedad la podríamos continuar abordando al hablar también de las casas proletarias, los precarios, los barrios opulentos, la infraestructura del Seguro Social, del Ministerio de Educación o del ICE.
Todo este espacio construido es reflejo de los cambios sociales, políticos y económicos, y bajo ese modo de entender el flujo del tiempo en el espacio -o del espacio en el tiempo, como se quiera ver- es tan importante el caso concreto de la Plaza de la Cultura.
La Plaza de la Cultura, hito urbano sin precedentes en el país, y creación de los arquitectos Édgar Vargas, Jorge Borbón y Jorge Bertheau, movió el ombligo de San José del Parque Central a su explanada. Desde entonces allí, sobre la cubierta de un excepcional edificio, está el punto donde empieza San José; y, como raíz, en sus distintos niveles subterráneos se encuentran los Museos del Banco Central.
El hito, a su vez, develó por fin la magnitud del Teatro Nacional, símbolo mayor del liberalismo del siglo trasanterior, donde habíamos iniciado el viaje.
Este trabajo de contextualizar el espacio circundante es vital, tanto para los arquitectos como para el escritor, tanto para entender el valor real del edificio como para entender el valor real del libro.
Usando la referencia a “la otredad”, como con los seres humanos esa relación con “el otro”, con lo externo, también define lo que el edificio es hacia fuera y hacia su interior. Un edificio no es un envoltorio sin más. Un edificio es también su uso. Este, en particular, era el primer edificio construído expresamente para ser un museo, a diferencia del Museo Nacional, que fue cuartel militar, el Museo de Arte Costarricense, que fue aeropuerto, y el Museo de Arte y diseño contemporáneo, que fue parte del complejo de la Fábrica Nacional de Licores.
Este edificio partía de cero para albergar las colecciones de oro prehispánico, numismática y arte del Banco Central de Costa Rica. En sí, ya tenía un carácter simbólico, sobre todo en lo que remite a las joyas y accesorios rituales de los pueblos originarios de nuestro país.
Una de sus razones de ser, precisamente, es esa colección vital también para entender parte de ese pasado negado o desvalorado. Para entenderlo y ponerlo en valor.
Por eso, la dualidad entre el edificio-plaza también se da con los protagonistas de esos espacios en cuestión. Hacia dentro el protagonista es el objeto. Hacia fuera, el ciudadano, haciendo ciudad al vivirla.
Conforme pasan las páginas, Fernández va recreando la ciudad de San José delante de nuestros ojos. La aldea alrededor de un teatro, el auge cafetalero, la ciudad ensanchada, la crisis, la destrucción, el crecimiento, la vida política y sus matráfulas, los ideales, los idealistas.
Lo hermoso de este viaje através de la evolución de una ciudad, no es el viaje necesariamente, sino más bien las pistas que nos seducen para enfilarnos por otra decenas de rutas distintas, derivadas. Es esa invitación a entender esta ciudad, nuestra capital; lo que debería ser, a fin de cuentas, un aliciente para entendernos mejor a nosotros mismos.