Gonzalo Castellón / tenore52@gmail.com
¿A quién acudir para calificar la belleza de una voz? Euterpe y Orfeo pudieron haber sido acaso los jueces más rigurosos en una actividad que involucra canto, teatro, presencia… y música. En la Lírica moderna, al menos, existe más de un criterio que obliga a analizar una voz desde los ángulos de la pastosidad, brillo, alcance, proliferación de armónicos, timbre y resonancia, hasta su preparación técnica y musical. Aunemos a ello –– quod Natura non dat ––, la disposición con la que el artista viene al mundo, esta es, su musicalidad y teatralidad.
La memoria lírica nos habla de un pastor de ovejas que ingresó en sus anales merced a la belleza sin par de su voz: el gran Julián Gayarre, a quien dedicamos recientemente un comentario publicado por esta revista dominical. Mejor dicho, lo dedicamos a su laringe, curioso adminículo que fuera estudiado y analizado –obviamente post mortem–, por médicos, patólogos… y cantantes. Otro tanto hicimos con las sobresalientes voces de Gilbert Duprez, Mario Lanza, Miguel Fleta, Fritz Wunderlich y Giuseppe Di Stefano. Pero no hemos hablado de Josep Carreras –conocido en el ámbito musical como José Carreras–.
Conociendo a Carreras
En un plano netamente personal, hablar del tenor catalán implica remontarnos al año 1982, ocasión en la que ofreció un inolvidable recital en el Teatro alla Scala de Milán, en el cual estuve presente. La audiencia scaligera, habitualmente severa y reticente al aplauso, cayó fácilmente rendida a los pies del barcelonés, quien era acompañado al piano por Edoardo Müller, a la sazón director de la Escuela de perfeccionamiento del Teatro.
Para la memoria de la gran sala, el artista concluyó su exigente programa y, aunque resulte difícil de creer, ejecutó nueve encores sucesivos ante la insistencia de un público totalmente entregado, que se fue para sus casas a una hora inusual.
Se puede afirmar que la carrera del tenor catalán tiene un antes y un después. Malhadadamente, tal cronología remite a un padecimiento de leucemia linfoblástica que lo acechó en 1987. El momento no pudo ser más inoportuno: el artista había ingresado en una élite que lo emplazaba en los sitiales más elevados de la lírica mundial. Directores de la talla de Von Karajan, Claudio Abbado o Colin Davis, y sellos de la trascendencia de Phillips, EMI, o Deutsche Gramophon, se aseguraban su presencia en los eventos de mayor relevancia. El gran compositor y director Leonard Bernstein le había confiado el rol de Tony en el musical West Side Story –junto a Kiri Te Kanawa–, una de las grabaciones más afortunadas en la carrera del artista.
Por otra parte, su participación en la transmisión de La Bohème –transmitida desde el Met neoyorquino en enero de 1982–, lo había promovido a uno de los tres lugares del favoritismo mundial en cuanto a tenores se refiere. La performance de la ópera pucciniana –bajo la dirección musical de James Levine, y con el concurso de una inolvidable Teresa Stratas–, había literalmente socavado los lagrimales del mundo operístico.
Poco después, Carreras hacía su debut en el plató, precisamente con el filme Romanza final , que narraba la vida artística del gran Julián Gayarre. La vida le sonreía, pletórica de expectativas que colindaban con la gloria.
El drama inoportuno
El drama asoma sin ser llamado. En 1987, el mundo lírico quedó atónito ante la doble noticia de que Carreras padecía de leucemia y que los pronósticos de sus médicos eran notoriamente reservados. Solo una posibilidad se presentaba como patente: un autotrasplante de médula ósea, restringido como opción al Fred Hutchinson Cancer Research Center de Seattle, precisamente donde el doctor Edward Donnall Thomas, pionero en trasplantes de médula ósea, ejercía las actividades que le depararían un Premio Nobel de Medicina años más tarde.
La intervención consistió en reimplantar al paciente parte de su propia médula, que había sido sometida a un proceso completo de regeneración durante varios días. Se afirma que el cantante afrontó la complicada operación sin anestesia general, ante la contingencia de que el proceso de entubación dañase sus cuerdas vocales, su más preciado tesoro.
Pese al éxito de la cirugía, las esperanzas de sobrevida fueron cifradas por el equipo médico en un cincuenta por ciento. Empero, los médicos no contaban con la viril determinación del artista que, menos de un año más tarde, se enfrentaba de nuevo con la magia del palcoscenico.
En tal oportunidad, unas 150.000 personas, entre las que estaba la Reina española, demostraron su aprecio por el cantante, en un escenario que se emplazó junto al Arco del Triunfo barcelonés. Carreras hizo público su reconocimiento a la ciencia, a sus amigos, a sus fanáticos y a Dios, por su milagroso retorno a las tablas. El evento se realizó a beneficio de la Fundación Internacional Josep Carreras, creada para luchar contra la leucemia.
Gran voz
Repitámoslo: una bella voz no asegura el éxito. Se conocen voces privilegiadas –por resonancia, alcance y calidad de terciopelo– que no alcanzaron la fama por problemas anexos a la vida musical. Puede ser que el cantante posea un órgano de primer nivel, pero que su interpretación sea antimusical; o que el sonido que emerja de su laringe sea apreciado por todos, aunque su capacidad de emocionar al público sea reducida.
Solamente conozco –por opinión directa– dos tenores cuyo sonido pudiera homologarse con el mítico canto de Orfeo –capaz de conmover a seres humanos y a criaturas del Inframundo por igual–. Uno fue el extinto Pippo Di Stefano. El otro no puede ser otro que José Carreras, favorito de las grandes masas que ha sabido llegar como ninguno al corazón de sus oyentes.
Existe algo más, imposible de soslayar en un comentario de esta índole. No todos somos capaces de leer las señales que desperdiga el Destino a lo largo de una existencia. Carreras puede preciarse de haber leído con fidelidad el mensaje de los astros y haber demostrado, contra todas las previsiones, una singular capacidad de resiliencia. El artista luchó y triunfó, con una determinación que conmovió los estratos del mundo lírico, hasta colocar su vida y su arte fuera del alcance de una perseguidora e inflexible Némesis.
Cuatro imperdibles
Es difícil escoger, en la discografía de José Carreras, las obras que merecen con ventaja el aprecio de los críticos. Por ello, citaremos únicamente cuatro: a) La impecable Maria Stuarda de Donizetti, junto a Montserrat Caballé y la dirección de Nello Santi. b) La registración on live de La Bohème , producción de Franco Zeffirelli en el Met, junto a Teresa Stratas y bajo la batuta de James Levine. c) El Werther de Jules Massenet, con el concurso de Frederica Von Stade y Colin Davis en la conducción. d) La versión del musical West Side Story de Leonard Bernstein, al lado de Kiri Te Kanawa y con el propio compositor en el podio.