Iván Molina Jiménez ivan.molina@ucr.ac.cr
A partir del último tercio del siglo XIX, empezaron a ser fundadas bibliotecas nacionales en Centroamé-rica. La primera fue la de El Salvador (1870), a la que siguieron la de Guatemala (1879), la de Honduras (1880), la de Nicaragua (1882) y la de Costa Rica (1888).
Establecidas en el contexto del ascenso de los políticos liberales en el istmo, esas nuevas instituciones se caracterizaron, en sus años iniciales, por incluir colecciones bibliográficas dominadas por obras impresas en Europa, muchas de las cuales estaban escritas en idiomas distintos del español.
Por entonces, la institución con la colección más valiosa resultó ser la de El Salvador ya que el Estado la formó con base en la adquisición de la biblioteca particular del cardenal Lambruschini, exbibliotecario del Vaticano, compuesta por unos seis mil volúmenes, incluidas verdaderas joyas bibliográficas impresas en los siglos XV, XVI y XVII.
La contraparte de esta preferencia por lo europeo fue que las bibliotecas tenían pocas obras realmente nacionales, y más rara aún era la presencia de materiales impresos en los distintos países centroamericanos.
Así, la Biblioteca Nacional de El Salvador disponía de casi 7.000 volúmenes en 1887, pero apenas 49 fueron impresos en ese país, y 31 volúmenes más se habían publicado en el resto de Centroamérica.
La situación en la Biblioteca Nacional de Costa Rica no era muy distinta: de casi 3.500 volúmenes con los que se inició en 1888, solo 88 fueron impresos en Costa Rica, y apenas 23 en los vecinos países centroamericanos.
Ventaja. Pese a que fue la última en ser fundada, la Biblioteca Nacional de Costa Rica pronto empezó a superar a sus contrapartes de Centroamérica. En la década de 1920, mientras las bibliotecas nacionales de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua tenían menos de 25.000 volúmenes en total, la costarricense superaba ya los 100.000.
A tal desarrollo contribuyó decisivamente la estabilidad política de Costa Rica; esta facilitó que la Biblioteca Nacional se beneficiara del impacto acumulativo que tuvo un financiamiento público sistemático.
Igualmente importante fue que, desde inicios del siglo XX, estuvo vigente el depósito legal, que obligaba, a quienes publicaban materiales impresos, a dar copias de libros, folletos, periódicos y revistas a la Biblioteca Nacional.
Por último, ella se convirtió en el eje de un sistema de bibliotecas de efectiva cobertura nacional, que incluía otras, públicas, escolares y colegiales. Este sistema pronto fue sometido a las demandas crecientes de estudiantes, pero también de una población cada vez más alfabetizada.
Hacia finales de la década de 1930, el número de lectores atendidos por año en el resto de Centroamérica era inferior a las 6.000 personas, mientras que la cifra alcanzaba a casi los 50.000 lectores anuales en Costa Rica, el país del istmo con la población más pequeña.
Profesionalización. Desde el decenio de 1930, algunas bibliotecas centroamericanas empezaron a actualizar sus sistemas de clasificación (como el sistema Dewey) y a profesionalizar su personal, influidas por el desarrollo de la bibliotecología estadounidense.
En este contexto, en la década de 1940, se fundaron las primeras asociaciones de bibliotecas y las primeras escuelas de bibliotecología en Panamá, El Salvador y Guatemala.
De nuevo, Costa Rica llegó tarde a la cita pues la carrera de bibliotecología solamente se creó en el país en 1967, como lo indica el bibliotecólogo Álvaro Pérez.
No obstante ese rezago, las ventajas y las experiencias acumuladas por la Biblioteca Nacional facilitaron que, después de 1950, ella aprovechase exitosamente los esfuerzos impulsados por la UNESCO y por otras agencias internacionales –en el marco de la Guerra Fría– para modernizar la infraestructura bibliotecaria pública en el Tercer Mundo.
El reconocido bibliotecario del Middle American Research Institute de Tulane University, Arthur Gropp, manifestó en 1951 que la Biblioteca Nacional de Costa Rica era “la mejor organizada y la más importante de Centroamérica”.
Calvario. Afectadas por el desfinanciamiento, por accidentes (incendios) y por catástrofes naturales (terremotos), las bibliotecas nacionales del resto de Centroamérica no sólo no lograron expandir debidamente sus fondos bibliográficos, sino que perdieron algunos de sus recursos más valiosos.
El 5 de julio de 1970, durante una conferencia dictada para celebrar el centenario de la Biblioteca Nacional de El Salvador, el historiador Ramón López Jiménez afirmó que dicha institución había sufrido un verdadero “vía crucis” y agregó: “Es algo que duele hasta la entraña. No voy a narrar ese calvario del libro, de los libros más valiosos […]. Pero sí quiero pregonar muy alto, que entre el segundo y el tercer piso de esta casa yacen como muertos –no sé– acaso más de 2.000 volúmenes de la primitiva colección Lambruschini”.
Los restos de esa extraordinaria y valiosísima colección, indicó López, “están amontonados en una pequeña habitación, sin luz ni aire, colocados en el suelo, dañados por la humedad de la [sic] baldosas de cemento. La puerta de acceso a ese minúsculo cuartito no tiene llave. Las bisagras de la única puerta no tienen tornillos, están amarradas con alambres. ¿Cuántos han desaparecido? ¡Quién sabe! Pero la verdad es que están tirados en el suelo, amontonados como materiales de construcción”.
En Nicaragua, luego del terremoto de diciembre de 1972 y del incendio posterior, únicamente sobrevivieron menos del 10 % de unos 80.000 volúmenes.
Digitalización. En la década de 1990, la ventaja de la Biblioteca Nacional de Costa Rica se terminó de consolidar. Por entonces, sus fondos bibliográficos, de casi 240.000 volúmenes, más que duplicaban los de los restantes países centroamericanos, con excepción de Nicaragua. De esa cifra, casi un tercio correspondía a libros costarricenses.
Además, la institución empezó a dejar atrás su condición de biblioteca general para convertirse en una entidad con un perfil más académico y centrada en el apoyo a la investigación.
Tal liderazgo se reforzó de nuevo a comienzos del siglo XXI. Bajo la dirección de la especialista en estudios literarios Margarita Rojas, la Biblioteca Nacional inició un vasto y ambicioso programa para digitalizar sus colecciones de periódicos, revistas, libros, folletos, fotografías y otros materiales a fin de ponerlos a disposición del público mediante Internet.
La digitalización fue una iniciativa promovida por la Asociación de Bibliotecas Nacionales de Iberoamérica (ABINIA) y por la UNESCO desde finales de la década de 1990 con el propósito de facilitar y democratizar el acceso a la información y de preservar las valiosas colecciones de materiales impresos.
De acuerdo con la actual directora de la Biblioteca Nacional, Laura Rodríguez, el número de documentos a texto completo ofrecidos por dicha institución en su portal ascendió de 625 en el 2010 a más de 112.000 en el 2015, todos los cuales pueden ser descargados gratuitamente. Desde su lanzamiento en el 2009 y hasta febrero del 2015, el portal referido había sido visitado por 1.200.000 personas de 155 países.
Aunque en otras partes de América Latina se han desarrollado experiencias similares, lo logrado por la Biblioteca Nacional en tan poco tiempo es tanto y de tan alta calidad (no fue necesario importar trabajadores chinos para hacer el milagro) que no queda más que rendirse a la evidencia: los costarricenses, aun los que laboran el sector público, pueden hacer las cosas con excelencia y eficiencia.
El autor es historiador y miembro del Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas de la UCR. El presente artículo sintetiza aspectos de un estudio sobre las bibliotecas nacionales de América Central.