La ópera es uno de esos géneros que representan un mundo desconocido para la mayoría.
El mayor acercamiento a él bien podría ser el de la escena de Mujer bonita en la que La traviata conmovió a una prostituta (Julia Roberts) hasta las lágrimas.
Quien escribe estas líneas debe admitir, en primera instancia, que apostaba a que La bohème no sería capaz de cautivarla. Después de todo, se trata de una ópera con diálogos en italiano, escrita alrededor del pensamiento y la forma de cortejar de los parisinos de 1830.
He ahí el primer error.
Había leído el argumento de los cuatro actos de los que se compone esta celebrada obra de Giacomo Puccini, una de las más representadas en todo el mundo.
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Cuando entramos al Teatro Nacional la noche de este viernes para el estreno a cargo de la Compañía Lírica Nacional, le dije al fotógrafo Rafael Murillo que la ópera es uno de esos pocos asuntos en los que no existen grises: o la amás o la odiás. “De seguro, todos los que compran entradas para ver una ópera son grandes conocedores del género”, aduje.
Segundo error.
Apenas y cruzábamos la puerta del teatro, cuando uno de los espectadores tomó un programa de mano y exclamó: “Ah, mirá, ¡Puccini!”. Aquel hombre ni siquiera sabía que uno de los principales atractivos de La bohème es que es uno de los legados del siglo XIX de ese célebre compositor italiano.
Así caímos en cuenta de que la ópera es un espectáculo para todos. La bohème reunía esa noche a mujeres en traje de gala y a espectadores en jeans; a jóvenes y a adultos mayores; a quienes conocían a la perfección la historia amor y tragedia de Mimí y Rodolfo (los protagonistas) y a quienes, como nosotros, se enfrentaban a una experiencia nueva.
Empieza la función. Una vez acomodados en las butacas, y ya con las luces apagadas, todos parecían saber que el primer momento de los aplausos llega cuando el director de la orquesta entra en escena.
De inmediato, se abre el telón y entran en escena los bohemios: un poeta (Rodolfo, interpretado por Ricardo Bernal), un pintor (Marcello, por José Arturo Chacón), un músico (Schaunard, Luis Gabriel Quirós) y un filósofo (Colline, Gabriel Morera).
Todos ellos buscan los placeres de la vida: ya sea en el arte, en el champán o el amor.
De manera inusitada Rodolfo conoce a Mimí (Elizabeth Caballero, la más aplaudida del elenco), una vecina que se dedica a confeccionar flores sin olor.
Los amantes se conocen cuando Mimí aparece en la buhardilla de los bohemios, en busca de fuego para encender la vela que se le ha apagado.
Entonces, dan paso a dos de las arias más esperadas de la ópera: Che gelida manina ( Qué manita tan fría ) y Sì, mi chiamano Mimi ( Sí, me llaman Mimí ), en las que cada uno cuenta la historia de su vida y que el público sigue con detalle a través de una proyección traducida al español.
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El segundo acto traslada a los espectadores hasta el Café Momus, donde el destino –y los coqueteos– reúnen a Marcelo con Musetta (María Marta López), un viejo amor dispuesto a todo.
Cuando culminó el segundo acto, el elenco salió al escenario, hizo una reverencia, y las butacas comenzaron a vaciarse.
Pero... ¿no faltaban acaso dos actos más? La ingenuidad me ganó. Tras la primera hora de ópera, el intermedio concede una extensa pausa al público.
El maestro de la orquesta vuelve a tomar su lugar y, de nuevo, los aplausos son para él.
En dos actos más, el intenso amor que profesaban Mimí y Rodolfo se enfrenta al más grande e irremediable infortunio.
En las voces ya no sobresale la misma picardía que al inicio y, en el palco de al lado, se escuchan los sollozos y una mujer se limpia la lágrima que cae por su rostro.
“Para mí no hay nada igual. La verdad es que uno se deja llevar por las emociones y se mete en los personajes”, diría después Amy León, estudiante de Canto del Castella.
Ella no fue la única que se conmovió. Quien escribe estas líneas admite haber errado en su percepción inicial sobre la ópera.